Sabor eterno

Pintura por Enrique Argote Garza  Yo lo conocí tan sólo aquella mañana en el restaurante, ahí fue donde me lo contó todo. Era domingo y había ido a desayunar con un amigo, nos sentamos junto a él porque era una única mesa compartida; así, empezamos a hablarle al minuto de sentarnos. Tenía un aspecto extraño,

Sabor eterno

Sabor eterno - sabor eterno
Pintura por Enrique Argote Garza

 Yo lo conocí tan sólo aquella mañana en el restaurante, ahí fue donde me lo contó todo. Era domingo y había ido a desayunar con un amigo, nos sentamos junto a él porque era una única mesa compartida; así, empezamos a hablarle al minuto de sentarnos. Tenía un aspecto extraño, mirada cabizbaja, hombros caídos y, por su tono y su cadencia, mostraba una resignación en el momento en el que hablaba. Fue directo al grano, como aquellos hombres que cargan una pena, no tardó en contarnos su tragedia.

A ese hombre todo le sabía a cabrito, o al menos eso era lo que él decía con firmeza; que su caso era un caso extraño, que los muchos doctores y psicólogos no le daban respuestas claras, y que comúnmente algunos de ellos lo consideraban como un mentiroso.

–Esta es mi historia –dijo –Y aunque no me creas esta es mi historia. Todas las mañanas, tras mi primer vaso de agua, casi me vomito en el lavabo de la cocina. Después, desayuno comúnmente un muesli con yogurt y alguna fruta que, sin excepciones, también me saben a cabrito. Pero a esas horas de las mañana aún tengo esperanza de que en el almuerzo todo cambie.

Antes de que ordenáramos los alimentos, también nos contó que en algún momento de desesperación, cuando apenas habían transcurrido dos meses de su maldición perpetua, del sabor eterno, el hombre había comprado y leído todo libro que lo acercara a una respuesta. Había leído desde filósofos existenciales hasta las ideas tan excéntricas, y así lo dijo, de O. Kernberg acerca de los trastornos de las perversiones sexuales.

–Pero nada ha funcionado, tan sólo he logrado identificarme como un caso tan extraño como los leídos en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero –dijo. Y mi amigo y yo no entendimos nada porque aún no habíamos leído ninguno de esos libros, pero antes de que él se diera cuenta llegaron a tomar la orden.

–Un cabrito al carbón, al estilo Monterrey –dijo él a secas, sin decirle gracias al mesero que le contestó con su nombre, muy tranquilo. Sin darle tanta importancia, suponiendo que ya se conocían, yo le pedí un Boing de uva y tres tacos dorados. Y cuando había callado, Arturo, mi amigo, se pidió un consomé sin garbanzo y cuatro semisuaves. Nada de bebida. Después se fue el mesero.

–Yo me enfermo mucho… Desde muy niño me he pasaba acometido gran parte del año. Si no era una simple gripa o el estómago, eran mis piernas chuecas o las tres vértebras de la espalda que tengo comprimidas… Además de mis múltiples alergias, nací de siete meses y durante mi desarrollo, me cuenta mi madre, también sufrí algunos riesgos –nos dijo con el fin de que con ello también pudiera legitimar, de cierta forma, su perturbación de paladar, su castigo.

Y nosotros no sabíamos si reírnos o creerle, si seguirle el juego o empezar una plática para dejarlo fuera, si ser nosotros mismos o actuar un personaje. Así que, entre las dudas, mejor nos quedamos callados y él continuó diciéndonos que desde aquel entonces ya nada era lo mismo, que incluso había pensado en suicidarse muchas veces durante las Navidades, cuando venía la temporada de las comilonas.

Luego, nos trajeron nuestros platos casi al mismo tiempo, pero el suyo fue el último que pusieron en la mesa. Arturo y yo empezamos a devorar nuestra comida porque estábamos algo crudos y hambrientos, pero él tan sólo veía la suya fijamente sin hacer el menor ruido. Y yo aún sigo creyendo que, de alguna forma, él creía que el cabrito ya no le sabría a cabrito, porque si todo le sabía a ello, a qué podría saber un pato de cabrito.

No lo sé… Pero ahora la comida estaba ahí en la mesa, en frente a él, donde perfectamente la veía y la olía, y de sólo eso ya podía sentir su gusto, su consistencia en la boca. En sus ojos y en sus gestos se podía percibir el miedo. Le temía como aquel que le tiene miedo a las alturas cuando se asoma desde un edificio y pierde dimensiones, se sale de sí mismo.

Ahí fue cuando se atrevió a probarlo y nosotros, Arturo y yo, dejamos de comer, para verlo sin darnos cuenta que los dos lo hacíamos. Él hombre tan sólo se llevó una pequeña porción a su boca, la trago rápido y retiró el plato de su alcance. Entonces, maldijo con la maldición del silencio, y del viento y de las flores y del cielo.

Akumal, 2014.

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