Las gotas retozan más que los niños que se aglomeran rodeando la fuente, con sus reguiletes acartonados y humildes globos suspendidos de un hilito atado de sus muñecas. Los chorros impulsados por silenciosas bombas hidráulicas son puntuales, escupen cada 17 minutos sin falta alguna, lo sé porque llevo cronometrándolas cuatro meses exceptuando el domingo pasado que la gastritis me detuvo justo cuando cruzaba la puerta. Fuera de ese incidente no falto a mi cita, con mi grueso tomo del Ulises de Joyce, mi cajetilla de cigarros y mi lápiz por si hay algo nuevo que anotar en el borde de las hojas.
Es apacible sentarse frente a la fuente, postrarme ante ella como un par de atentos conversadores en un café de la calle de Don Celes, el soporte de la banca de hierro es el adecuado para mi espalda cansada, noto con curiosidad como la pintura verde bandera que la baña le ha ido abandonando de la abrazadera derecha, por el roce constante de cadenas colocadas por el muchacho que deja su bicicleta anclada por el miedo a que sea robada mientras se tira en el césped a dormir una siesta.
Como pequeños chasquidos de manos diminutas la fuente sonora roba por instantes los sonidos sórdidos de la ciudad, yo me pierdo en ella como las tórtolas que pierden la sed justo en sus orillas, hay un momento crucial en esta apaciguada serenata, cuando el chorro se vuelve más grueso y destruye las secas hojas de eucalipto que han caído y aunque sea ya un hecho continuo no paro de asombrarme y dar un pequeño brinco.
Llevo los mismos cuatro meses sin pasar del prólogo, me distraigo con mucha facilidad, la fuente y sus salpicaduras en mis muslos y antebrazos me ponen lejos, ¡ah!, me ponen tan de buenas que no tengo cabeza entonces para adentrarme en mundos exacerbados hechos de perturbadas consciencias. Mejor esas me las guardo en el bolsillo, las parto en trocitos y me las voy devorando lejos de mi banca, mi fuente y sus salpicaduras en mi frente.