Junté mis lágrimas en una vasija, salí y las vertí sobre el mezquite y un palmar, crecieron lúcidos como rostro de María Asunción.
Por ahí va mi María, caminando solita, abrazada por la esperanza, víctima de sí misma sin saber lo que nunca supo.
En su interior la alegre inocencia de un sol fulgura, es una seta más de ese mar entre dos mares.
¿Alguna vez usted ha amado a una mujer como se ama a un ídolo? Así amaba yo a María Asunción.
El destino siempre nos aguarda, una muerte insólita, muerte de recuerdo sin legado, ni infinito. Lo débil que es el mañana y lo flaco del ayer tampoco salvó a mi Asunción
Sus palabras, que eran muy pocas, alumbraban mis pies de modo que no podía tropezar cuando iba de su mano. Yo capitalino, ella del sureste, inmejorable encuentro en su tierra istmeña.
Hoy, el astro rey se muere tras los montes y el galope de la vida me conduce hacia una nada. La nueva luz me alcanza y no es la cegadora luz que trae la soledad, es la luz del Dios de mi María Asunción, todos los días una plegaría ella le ofrendaba; mientras tanto, yo, sobre el petate, yacía exhausto de su nocturno batir
En ataúd de ceiba yace un templo, deshabitado por el alma que perteneció a mi María Asunción, infinita tristeza late en mi corazón. Me cubrió con su maternal vientre cuando me perdí en el mezcal, a mansalva siempre se entregaba, no les he hablado del café que ella preparaba en su vientre de barro, un delirio. Sus dos trenzas del siglo pasado en siglo veinte, un deleite.
Veíamos los bigotes de las estrellas y las estrellas soberbias creían que se sostenían solas, sin saber que Asunción las retenía ahí, con sus incandescentes ojos de afrodita tehuana.
Ella arañó la eternidad, ahora voy tras de ella.