Confinado en mi elegida desgracia, y escrutando en mis más amargas pasiones, descubrí los sortilegios que prodigan la soledad. Ese vago y escalofriante temor precedido a una angustia sin tregua alguna, había sido el eco insondable que acuchillaba mi férrea voluntad.
Atónito y temeroso de la negra partida, y abandonado de toda esperanza, deambulé en los confines del pensamiento, tratando de hallar la respuesta de la cual hoy soy mártir. Idóneas palabras calmaban de momento mi ansiedad; y en la ímpetu más perversa alimenté mis dudas de tan bárbaros y vergonzosos actos: el remordimiento hacía su labor.
Arrastré mi desinteresado ánimo conducido por una razón arbitraria y poco inherente a los caprichos de la suerte. Lo compensé con propósitos grandiosos en pro de salvaguardar los intereses y el bienestar de la malherida República. Un desastre impío, que no era más que la necedad de los hombres, impostando terminologías intimidantes y complejas, adaptadas a perspectivas y formas de entendimiento: ¿libertad o independencia?
Un aire denso e irracional se jactaba de incesantes vituperios, sacando así, provecho de mi desdicha. Dopé todo sentimiento de la condición humana, y, con sutil disimulo y tenue agudeza, pude conciliar el cansancio de la guerra. Y en esa amarga reconciliación, que alude al desengaño ajeno de los míos; ni siquiera los dioses del ocaso acuden en mi auxilio. Profetas impávidos que me auguran un presente de malestares melancólicos. Lamentos que yacen en las desgracias de un hombre asediado por su pasado.
De verdad no espero ser un ejemplo de cosas dignas. Ya que sólo soy un hombre bienaventurado de ingratas desventuras. Un alma mundana, abrumado de penas, profiriendo su espíritu en elogio a los méritos de su instinto. Vaticiné todo hecho de confianza; y la sangre derramada en sus cuchillos pueden contar la historia. Instrumento obligado para aniquilar todo pensamiento subversivo racional o lógico: eran tiempos difíciles.
Y en tanto desvarío, indagué en las virtudes más impuras para poder elevarme a la gloria eterna. Sacrifiqué mi fe ante la credulidad de ser el máximo vanagloriado; y en esa ilusión tan febril, le escupí en la cara a Dios, magnificando mi grandeza; y haciendo de su trabajo mi más peligroso oficio.
Contra todos los oráculos, precisé las revelaciones que infundían ese valor de creerme gustosamente aceptar mi destino, como cualquier otro profano. Desdeñé lo extraordinario, lo común, los prejuicios, los sosiegos de nuestras vidas.
Y hoy, no sé si es por designio divino o por prematuro deseo, pero esta desgarbada idea me carcome: ¿seré recordado como un héroe o como un tirano?…
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Samuel Brunner.