Te presentamos un poema de Sergio Miranda:
De qué sirven las estatuas,
oxidando el coraje con sortijas de oro,
o con prendas sin latidos
cortando el movimiento
con un hacha tenebrosa.
Olvidando decir algo….
Falsificadoras de ocasión,
que se embolsillan el olvido,
en las entrañas.
Emperatrices y reyes
hay por todos lados,
como también las estatuas baratas;
nadie necesita una de éstas.
Destinadas a la fatiga del reposo,
ni siquiera se nombran en los cafés,
ni por asuntos del azar.
Nadie las ha visto,
son plataformas inaccesibles llenas de embudos
que no tramitan sino un pedazo de sombra.
Pero lo cierto
es que todas son al fin y al cabo
el mismo kilo de armadura.
Un títere más para las industrias de estatuas,
víctimas del calendario,
pues cada segundo nacen más estatuas en la tierra,
encabezando la lista de la celebración vencida;
se bautiza la senda varada
dando de comer al hastío,
a esos esqueletos inapetentes del silencio
que perfuman las máquinas podridas
del desfiladero del ayer,
en que transitan miradas oscuras
que ya no compran
insecticidas para el vacío,
porque ya es mucho el cemento
que encierra sus formas y sus perfiles,
los profanados miembros lacónicos.
A las estatuas,
a esas locas arrepentidas,
pausadas por algún hechizo,
ya no se les dibuja la sonrisa como antes.
Cuando aún la primavera
parecía un circuito celeste,
una fruta fresca en medio del agua.
El tiempo es otro.
En el congelado rostro,
la carne asevera filtrarse en la nostalgia,
como un vapor escarbando
en las provisiones donde las estatuas sueñan:
no hay recetas en los libros
que enseñen cómo hacer mover las estatuas.
Aunque sea, al menos,
un dedo.
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La pasión surge de la forma más inesperada: dos cuerpos se encuentran, se reconocen, se tocan y se recorren para descubrir sus pliegues… pues “Qué sencillo sería si yo te dijera ven y vinieras”.
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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Rabzvisual.