Sin pies y sin ganas, nos fuimos a ese bar que tanto te gusta, ese que siempre está atiborrado de gente, donde la música es tan estridente y sucia que no nos deja oír las opciones de cervezas que ofrecen. Me da tanta pena estar con gente, la gente misma me da mucha pena. Me da pena su risa y sus pasos y sus toques en la espalda que te avisan que van a pasar al baño.
Me da pena el no saber qué decirte cuando enmudece esporádicamente el bar. Noto en esa servilleta hecha barquito entre tus manos cómo te avergüenza que no haga ni el mínimo esfuerzo por hacerte reír y está bien porque es un hecho que tú no lo lograrías ni haciéndome cosquillas con la lengua en mis pies.
Me siento tan viejo a veces que clarito escucho cómo me truenan las rodillas cuando bajamos a fumar a la calle y me preguntas si hay algo que me molesta. No importa la respuesta, te puedo decir que tengo sueño o que estás coqueteando con el tipo de al lado, da igual lo que te diga amor, me dirás: “¡Puta madre siempre es lo mismo!”.
Regresamos a la mesa donde te prendo un cigarro, todo está en orden, la flor que yace en nuestro pecho sigue inmóvil, ya se ha marchitado.