Taurina mañana

Por Jorge Sarquis Bello Quetzaltenango, 2014. Si bien las pruebas de embarazo pueden no ser tan certeras, ambos sabíamos que sí lo estaba. Por ello, nos levantamos antes de lo supuesto, de forma que cuando sonó el despertador ya estábamos despiertos. Ella veía en el televisor, a muy bajo volumen, una caricatura un tanto extraña

Taurina mañana

Por Jorge Sarquis Bello

Quetzaltenango, 2014.

Si bien las pruebas de embarazo pueden no ser tan certeras, ambos sabíamos que sí lo estaba. Por ello, nos levantamos antes de lo supuesto, de forma que cuando sonó el despertador ya estábamos despiertos. Ella veía en el televisor, a muy bajo volumen, una caricatura un tanto extraña donde un héroe del espacio, vestido de blanco, con una capa amarilla y una capucha negra, presentaba un talk show animado que a mis ojos sonámbulos, ni de día ni de noche, parecía delirante.

Sonó su Rin-Rin dos veces y rápido apagué el reloj de la cabecera del escritorio, estirando la mano, jugando con mis dedos hasta encontrar el botón indicado. Eran las cinco y cuarto de la mañana. En el exterior reinaba la obscuridad pero, para nosotros, ya era tarde aunque aún seguía siendo muy temprano. Las maletas, pequeñas, ya estaban listas en el coche. Se lo dije adormilado. Así, me quedé a obscuras otro ratito, hecho bolita a la orilla de la cama, perdido entre la aurora, esperando.

Me costaba trabajo imaginar que todo empezaría de esa forma tan inesperada, a esas alturas de mi vida, a esos andares rebuscados, toscos. Las luces de colores que producía la TV unificaban el espacio y los objetos, y no me dejaba pensar claro.

Pintura por enrique argote g. - taurina mañanaPintura por Enrique Argote G.

–¿Te has quedado en vela?– le dije suavemente.

– …

– ¿Has dormido algo?– repetí más fuerte.

–Nada. No he dormido nada… El Fantasma del Espacio sí que es raro– y apagó la tele. –Nos damos un baño y nos vamos– agregó afirmando. Entonces se paró inmediatamente de la cama, desnuda, y fue directo al baño.

Yo fui tras ella, empecé a tocarla y así terminamos por tener sexo rápido en la regadera, con el agua tan caliente como le gustaba. Yo amaba a esa mujer y esa mujer me amaba a mí. Y en ese momento, vicioso por sus maravillosos senos, sobre los cuales, por segundos destellantes gozaban mis manos ebrias, me olvidé de todas esas prisas y preocupaciones.

Después no nos dijimos nada, nos vestimos y nos lavamos los dientes. Y aunque su actitud era más ligera que la mía, yo sabía que pensábamos lo mismo. Pensábamos que todo tendría, a partir de ahora, que ver con ello; y yo particularmente recordé aquellos días en los que vivíamos en países separados y me pasaba las tardes trabajando y mirando, cada tanto, el calendario. Imaginando que entre más lo viera atraparía el tiempo, fantaseando a lo estúpido.

(No sobra mencionar que así me he pasado la mayor parte de mi vida: fantaseando a lo estúpido).

Salimos del motel aún más retrasados y todavía nos esperaban poco más de tres horas en la carretera. Caminamos de la mano al coche y antes de subirnos, cada quien por su lado, volteamos nuestras miradas hacia el cielo. El amanecer lo hacía verse aún mas lejano, esclarecido por la luz de la madrugada, por los diversos tonos del alba.

–Es que son tantos sus colores y sus exactas dimensiones. Son el verdadero estrépito del mundo– dijo ella y ambos lo miramos por algunos segundos, en los que me quedé pensando qué significaba estrépito y concluí, sin decirle nada a ella, que las letras y palabras lanzan al hombre a lo desconocido.

Me subí y puse el coche en macha. Nos fuimos. Y pasaron más de cincuenta minutos en los que ella no dijo nada porque ya dormía, hasta que me paré a cargar gasolina, a hacer una llamada y, también, por algo de comida.

Al frenar el coche no se despertó y yo no quise hacerlo, por lo que la dejé descansando en el auto. Así, primero llamé a mi madre. Ella me dijo que ya era demasiado tarde, que mi hermana ya había entrado en coma, que ya no podría verla sino despertaba. Ahí fue donde rompió en un llanto que provocó también el mío; pero antes de que se desarrollara por completo mi sollozo me contuve y le dije que ya no tardaría, que todo saldría bien y colgué el teléfono.

Segundo, compré café, pan, dos botellas de agua, dos manzanas, unos chicles y unas palomitas que preparé en el horno-microondas del horrible rojo y amarillo Oxxo de la gasolinera. Y, por último, llené el tanque del automóvil. Bueno, lo llenó el horrible despachador y no-empleado, porque no trabajaba bajo ningún contrato y estaba fuera de la nómina de PEMEX; yo sólo le di algunos pesos de propina.

Después, cuando subí al auto ella se despertó de golpe, con el sonar de la puerta. Algo desubicada, con los pelos revueltos y con el hombro de la blusa un poco babeado; volteó a sus alrededores repetidamente, mirando por cada una de las ventanas hasta que su vista se detuvo fijamente sin mirar nada. Tenía un gesto notable e imponente.

–Buenos días– dije.

–Si es niña se va a llamar Andrea– contestó con un tono que apenas pareció suyo.

Yo no dije nada porque me quedé pensando en mi pobre hermana, enferma desde muy pequeña, sola, y en mi madre que ahora ya no tendría nadie con quién hablar, nada que hacer. Pero aún así me alegró ligeramente la idea de que mi hija llevara sus nombres. Y así volví a poner en marcha el coche, y conduje lentamente en lo que comíamos nuestro improvisado desayuno.

La carretera, ayudada por la música a bajo volumen, hubiera estado muy tranquila sino es porque en el último trayecto, saliendo de una curva, tuve que frenar de golpe ya que se encontraba un toro en medio del camino. Fue muy repentino, sorprendidos y asustados quedamos a muy corta distancia de aquel animal tan imponente, que ni con el ruido ni con la impresión del coche se había movido ni un centímetro.

Estaba pasivo, nos veía fijamente. Y de alguna forma, antes de esquivarlo muy lento por el costado izquierdo del la carretera, el animal le habló a mi cabeza y sin decir nada le dijo: sé valiente. Asume con entereza física e intelectual lo maravilloso y la catástrofe de tu mexicana existencia. Y en aquel instante yo supuse que en verdad me estaba volviendo loco porque desde mi adolescencia que ya no consumía ninguna droga.

Entonces, cuando ya lo había esquivado e incluso dejado atrás por algunos metros, miré por el retrovisor y me percaté de que al toro le faltaba un cuerno. Justo ahí pensé que probablemente el niño no era mío, pero que aún así lo cuidaría como mío. Pensé también que el toro y yo éramos hermanos, o éramos lo mismo. Y pensé eso no porque creyera al toro como una señal divina, sino porque ambos, Adriana y yo, habíamos tenido algunas infidelidades recientemente.

–A mí también me falta un cuerno– dije pensando en voz alta y Adriana no entendió lo que decía, o si lo hizo no le dio importancia porque no me dijo nada hasta pasar la caseta de cobro.

Cuando llegamos a la ciudad, la muchedumbre de robustos burgueses seguía atorada en el tráfico, atrapados en sus autos con sus radios encendidos y, uno que otro, con la ventanilla baja fumando un cigarrillo. Era Miércoles, seguía siendo de mañana, mi hermana menor estaba gravemente hospitalizada, mi madre desecha, mi mujer embarazada y yo no podía dejar de pensar en ese estúpido toro.

 

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