Hay encuentros que, aunque breves, no tienen nada de fugaces. En el siguiente cuento de David Barrios Urzúa, el protagonista hace un recuento de esas breves colisiones de la vida.
TREMENDA CABRONA
Esos labios eran como vino. Embriagantes, añejados, y con un matiz aromático que jamás era el mismo en dos instantes diferentes. Y sin embargo lo que me llamó la atención al final fue su voz. Esas palabras que eran como una máscara, siempre pintada para adaptarse al color de temporada.
La primera vez que la vi estaba pintada de un color “Marrón Te Ignoro”, ese marrón nice con olor a cuero que la hacía mimetizarse con esa bola de mamones que la acompañaban. Pero, aunque pudiera alzar la mirada, levantar la frente, girar la cabeza, no podía cambiar el color de sus ojos. Y me miraba para luego voltearse implacablemente.
No recuerdo cómo fue que nuestras órbitas cambiaron y terminamos acercándonos lentamente. Colisión cósmica que nos obligó a hablar sobre una película que a los dos nos parecía una mierda, y fue curioso. Curioso cómo cuando por fin vez al ave que canta cada mañana junto a tu ventana y te das cuenta de que no es como la imaginabas. Pues ella era el ave que rondaba mis fantasías, y mientras hablábamos ella aún desviaba la mirada. Algo tenían sus ojos de pestañas largas y ligeramente ojerosos. Seguramente también desviaba la mirada mientras me besaba a ojos cerrados.
Así fue la primera vez que la vi, me evadía hasta besándome. Tremenda cabrona.
Nuestro segundo encuentro fue no mucho tiempo después, una noche en una azotea con música de no-sé-qué-pinche-grupo-inglés, luces de estudio y cerveza casi tibia. El rojo de sus labios combinaba perfecto con la escena. Mimetizada al cien, casi me trago aquel teatro. Y quizá por una vez me dejé llevar.
Me acerqué a besar su mano, y el rojo de sus uñas aun despedía aroma a acetona. Vasos rojos que nos embriagan. Números rojos en mi decencia.
Y el rojo contrasta de pronto demasiado entre tanta sangre azul, vámonos a otro lado.
—Me muero por quitarte ese vestido rojo.
Alfombra roja de tu ser, y un camino carmín medio borrado desde el pecho hasta mi abdomen.
Sus labios. La gloria. Heroína pura.
Así fue la segunda vez que la vi. Y por un tiempo no estuve seguro si había sido un sueño o simplemente ella se había largado sin darme revancha ni un segundo round de esa suave violencia de su boca.
Hice como que no me importaba, obviamente porque me importaba un chingo.
Ni le voy a dar el gusto de decirle que pensé “tremenda cabrona”, pero aún así… tremenda cabrona, ojalá que leas esto.
Quizá por el rencor fue que tomó tanto nuestro reencuentro.
Esa tarde la noté distinta, pero como siempre no pude evitar notarla. Cabello algo más corto, creo. Y estaba en ese café leyendo a un autor que me había parecido escuchar que detestaba. Sola, por una vez; pero eso no le impedía ir ataviada de esa aura, quizá de uno de esos turquesas tan de moda. Me miró, me di cuenta. Me miró sin saber qué hacer.
Me senté en su mesa y la miré a los ojos, algo más ojerosos de lo que recordaba.
—¿Dónde te ocultas? ¿Eres tu máscara pintada del color que a ellos más les gusta?
¿Cuándo dejaste de ser tú? ¿Lo sigues siendo o ya sólo eres un color prefabricado? No lo sé, pero tus ojos anhelan liberarte de esos tratos y de esa jaula cordial. Tienen sed de honestidad. Ten el valor de pintarte de una vez del color que tú escojas.
Desde que me levanté de esa mesa no la he vuelto a ver. Y en parte me da miedo, darme cuenta de que sigue con un aura de alquiler, aura copiada. Pero otra parte de mí quiere creer que ella ahora estará ataviada de un color nuevo, un color más ella, que me hará desear invitarla a un café, o a un bar, o a mi departamento. Y decirle que no se vaya en la mañana, ni al día siguiente, ni nunca.
Te extraño, tremenda cabrona.
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El texto anterior fue escrito por David Barrios Urzúa.
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