Cuando en 1989 se publicó la obra de cinco volúmenes del periodista Fernando Benítez, Los Indios de México, prologada por Carlos Fuentes, el propio Benítez hablaba de seis millones de indios en todo el territorio nacional; para 2010, de acuerdo con la Comisión para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, estos ocupaban la quinta parte del país y sumaban más de 15 millones. Un total de 62 pueblos indígenas.
Desde entonces como hasta ahora, los pueblos indígenas son grupos que se resisten a morir, culturas inamovibles que permanecen, en gran parte, porque son ellas las que sostienen la identidad del mexicano sobre una base mágica-religiosa que da cuenta de que “México no es uno, sino muchos Méxicos”, y cada uno es ejemplo de la diversidad cultural nacional, grupos vivos que exigen su reconocimiento y el de sus derechos como culturas paralelas con organización propia y una cosmovisión que todavía se contrae ante el mundo moderno.
Benítez hace mención de la geografía mexicana que, entre montañas y valles, hace de escenario para que diversas culturas existan, una lejos de la otra, de lenguas apartadas, pero que juntas son los indios. Enclavados en regiones de difícil acceso, el también historiador realizó una serie de viajes en pequeños aviones para llegar a los sitios donde las ceremonias y los rituales son un modo de acercarse a la vida, de tener una conexión con la memoria de la tierra y sus ancestros, y donde el consumo de plantas sagradas tiene que ver con la búsqueda de uno mismo y no con la glorificación de una toxicomanía[1], el consumo del entretenimiento entre la juventud occidental.
Le tomó a Fernando Benítez 20 años de estudio, investigación y acercamiento con los indios para realizar este trabajo considerado su obra cumbre, en una sola vuelta, en el periodismo, la antropología y la literatura. Los indios de México es un testimonio sobre las formas de vida de las etnias indígenas, pero, también, está dedicado a éstas como un agradecimiento por la experiencia espiritual que el autor recibió. Dijo Benítez que de ellos aprendió más de lo que estos pudieron haber rescatado de su investigación. No estuvieron a la espera de la publicación, ni persiguieron su trabajo periodístico; en cambio, le enseñaron que “todos los dioses sacrificados en Mesoamérica están vivos en la Sierra Madre Occidental”, y son estos los que determinan el camino y rigen las costumbres de los que, con desdén, el resto de los mexicanos llaman indios.
Al igual que el Nierika para los huicholes, el trabajo de Fernando Benítez es también un “agujero para pasar al otro lado del mundo” y conocer el entramado de México desde la rectitud de estas culturas que valoran una conducta impecable, que consideran sagrados plantas, animales, mares y cielos, que tienen como guía a un chamán y hacen poesía de sus rituales a partir de visiones alucinadas de momentos de profundo conocimiento.
El origen de Los indios de México está en el remordimiento del propio autor que lo llevó a eximar a la nación de la culpa por la indiferencia hacia estas poblaciones marginadas. El primer volumen está dedicado a los tarahumaras, tzotziles, tsetzales, chamulas y mixtecos; el segundo responde sólo a los huicholes; el tercero a los mazatecos y coras; el cuarto a los otomíes y mayas, y el quinto a los tehuanes y nahuas.
Los indios de México está considerado un estudio antropológico, etnológico y un trabajo periodístico de las culturas prehispánicas de México a partir de relatos de viajes que abarcan desde el siglo XIV al XX. La aportación de Benítez es el acercamiento del hombre común a estas civilizaciones enroladas en una dimensión mágica y sagrada, consecuencia de su formación periodística: el descubrimiento de sí mismo al hacerse parte de estos pueblos, vivir como ellos en orden respecto a su concepción del mundo y en el enaltecimiento de sus formas de organización, su comunión con los dioses a través de ceremonias, el valor del mito y del rito y de la fuerza de la naturaleza por encima de la del hombre.
Como pionero en este tipo de periodismo, Fernando Benítez se hace parte de las comunidades para, primero, señalar al hombre indígena orgulloso de su forma de concebir la tierra que le pertenece, una visión mesoamericana que está de frente con la tragedia del mundo globalizado; pero que, sin embargo, se mantiene firme porque el universo simbólico que ha creado le permite preservar el pasado que le hace ser: el tiempo original de la creación, con las primeras ideas y el nacimiento de los dioses que luego “se dispersan por la selva”. Para el autor lo más valioso es la experiencia del ir y venir de estas culturas: la ceremonia del peyote, el animismo, la sacralización de las acciones y los fenómenos de la naturaleza, el reconocimiento de los sabios como María Sabina, la “mujer que habla con Dios cara a cara”; y la coexistencia de la religión católica con elementos sagrados, místicos y los hacedores de estas prácticas, los curanderos.
Benítez confiesa que los indios lo llevaron al remordimiento y al deseo de vivir otra vida: “Valía la pena haber nacido par vivir esos momentos de solidaridad y comunión con un no-tiempo que era todo el tiempo…Aprendí que los individuos, los mendigos, podían enseñarme secretos que no encontré en otra parte con nadie, ni en los libros…”.
Referencias:
http://pendientedemigracion.ucm.es/info/especulo/numero35/febenit.html
[1] Serge Pey. (2012). Nierika. Cantos de visión de la contramontaña. México, D.F.: CONACULTA.