Esto pasó cuando nos visitó el profesor Jonathan Ross, quien concluía su investigación doctoral sobre mitología prehispánica en la universidad de Cambridge. Me manifestó su interés en conocer a un chamán y le presenté a Cristo Quetzalcóatl, un indígena otomí que vivía en una zona remota del bosque de Huasca.
Anoche soñé algo muy extraño, como si el viaje fuese el primer paso de una maldición de antaño.
Salimos del Centro de Arte y Filosofía el lunes al mediodía, y viajamos en un colectivo hasta Omitlán a petición del profesor Ross, quien quería conocer del trayecto el ambiente, como los olores y colores directamente. Caminamos por el bosque hasta adentrarnos a la barranca, donde nos esperaba el chamán en una choza rodeada de plantas, musgo y rosas blancas. El profesor estaba encantado, impresionado e hipnotizado por éste, así que luego de notar que requerían de un tiempo a solas para platicar, salí a caminar, recorriendo el lugar con una Pentax digital.
Las nubes atraviesan el cielo formando figuras de animales y plantas, vida del lugar y entorno de las montañas.
Entonces llegó la noche, y con ella la luna llena.
Un aullido poderoso sucumbe el horizonte, las aves vuelan y la neblina desciende acariciando el monte.
Quise regresar a la choza, pero luego de una hora me di cuenta que estaba perdido en aquella boscosa majestuosidad, vulnerable y diminuto bajo una preciosa estela lunar. No había oscuridad, sin embargo, volvió a escucharse el grito animal. El aullido de un lobo trascendental.
La luna sortea las nubes, impulsadas por un silencioso viento, más allá del firmamento. Su energía aterriza fuertemente y el ambiente en el bosque se siente diferente.
No sentí miedo, pero sí preocupación cuando volví a escuchar otro aullido. Para llegar a cualquier lugar poblado tenía que seguir el río, pues éste me llevaría a la presa de San Miguel Regla. Caminé un buen rato y finalmente encontré un río, lo seguí y luego de tropezar tres veces llegué al Zembo, una presa de truchas antes ejido. No había nadie, pero ahí estaba el camino que me llevaría a Huasca.
Dos horas de camino.
Me alojé en el hostal “La Biznaga”, cené unos chilaquiles y me tomé cinco cervezas; estaba exhausto y muy deshidratado, cansado y con ganas de dormir mucho rato.
Amanece, el sol me pega en la frente y la cabeza duele. Tengo que regresar por el profesor Jonathan Ross.
Mi sorpresa fue brutal, alucinante y fatal. Me encontré con el cuerpo ensangrentado del chamán. Desmembrado, medio devorado, deformado, identificable sólo por su vestimenta y tamaño. Del profesor no había ningún rastro.
La maldición de antaño ha resucitado.
Me puse en contacto con las autoridades de la SSP del estado de Hidalgo y los llevé al lugar del atentado. El responsable de las investigaciones cayó en manos del detective James Hernández, un joven mexicano con estudios en Stanford. Me dejó su tarjeta para que le llamara si sabía algo del profesor Ross, no obstante, ahora como presunto responsable del homicidio de Cristo Quetzalcóatl. Hasta que llegó el reporte forense.
El chamán fue atacado por un lobo, por un lobo más grande que cualquier otro.
Tuve dos sensaciones contradictorias: sentí miedo por aquella bestia que había aullado esa noche, pero también sentí tranquilidad de que el profesor no haya tenido nada qué ver con ello, y me preguntaba todo el tiempo por su paradero. ¿Qué iba a decir a Cambridge? Tenía miedo de llamarles e inclusive de escribirles, temía mucho y sentía vergüenza y pena; me preguntarían por él y tendría que explicar cómo diablos lo perdí. Ya llegaría el momento, inevitable, pues de hecho el detective James Hernández ya había emitido un comunicado de su desaparición en la embajada de Gran Bretaña.
Tocan la puerta como si una emergencia estuviese enfrente.
Quedé sumamente sorprendido cuando abrí, tenía enfrente al profesor Jonathan Ross vestido como indigente —y su mirada diferente—. Sus ojos antes azules ahora eran amarillos, estaba más fornido y había crecido un poco, había rejuvenecido. Me miraba directo a los ojos, un monstruo de origen canino. Y antes de que pudiera decir algo él ya había entrado, me había desplazado y con mucha prisa subió al primer piso, pasó por la cocina y salió a la terraza que lleva a la biblioteca del tercer piso. Lo seguí preocupado por su ser espiritual, es decir, por su estabilidad mental, pues de salud física parecía mejor que nunca. Sin embargo, cuando llegué a la biblioteca no estaba, no había desaparecido sino que se había refugiado en el balcón que da a la calle Fernando Soto. Subió a la barda y mi acrofobia debilitó mis piernas del vértigo, no pude dar un paso más, inmóvil me quedé observando como él en la orilla se paseaba, y amenazaba, con lanzarse cuando las lágrimas salieron de sus ojos de algo parecido a un lobo.
—¡Tengo que morir! —exclamó con un grito a un paso del abismo.
—¡No! —repliqué.
—¡Por qué no!
—No lo sé —dije luego de una pausa y continué—, pero sea lo que sea que le pase, algo podemos hacer. Por favor no haga nada que lo pueda lastimar.
Y se lanzó.
Tres pisos de altura. Mientras, yo seguía sometido a mi fobia sin poder dar un paso más adelante hacia la orilla que da a la calle; no me podía asomar por lo que bajé corriendo hasta donde éste había caído. Abrí la puerta y no había nada. Recorrí todo lugar por debajo del balcón, pero no había nadie, ningún hombre herido o muerto yacía en la calle.
Un aullido poderoso sucumbe el horizonte, los perros ladran y la luna asciende sobre los montes alrededor del centro.
El nuevo hogar de un hombre lobo hambriento.