Un cuento sobre el misterioso hombre que intentó callar al viento

A continuación, te compartimos “Una canción en Re menor”, un cuento sobre la música y la naturaleza que nos hacen vibrar de maneras misteriosas escrito por Fernanda González. UNA CANCIÓN EN RE MENOR Prudencio no tocaba el violín. Prudencio lamía los acordes y salivaba la melodía. Solía pasar su lengua por la parte inferior de

Un cuento sobre el misterioso hombre que intentó callar al viento

A continuación, te compartimos “Una canción en Re menor”, un cuento sobre la música y la naturaleza que nos hacen vibrar de maneras misteriosas escrito por Fernanda González.

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UNA CANCIÓN EN RE MENOR

Prudencio no tocaba el violín. Prudencio lamía los acordes y salivaba la melodía. Solía pasar su lengua por la parte inferior de su labio para quitar los restos de nota que quedaba. Y saboreaba el único dulce que un cuerpo que no ha probado alimento puede procesar sin vomitar.

Esa tarde en la plaza el aire soplaba fuerte. Sus dedos, para no salir volando, se sujetaron al arco y él lo tomó como una señal para seguir tocando. Aunque le molestaba que el aire intentara ser el protagonista de la pieza en la que su violín era lo principal. Y seguro que la gente de la plaza pensaba lo mismo, no parecía agradarles el dúo de un instrumento de cuerda con uno de viento, puesto que se tapaban los oídos al pasar frente al concierto.

Prudencio no podía permitirse aquello, decidió callar al aire y, en un intento desesperado, trató de cortarlo con las cuerdas. No necesitaba una herida profunda, con un par de gotas de sangre bastaría para que se enmudeciera, ya que sabía que ese sería el día. Él sentía como las notas se habían cosido alrededor de su cuello y lo vestían con elegancia. Alguien tenía que percatarse, cualquiera. Practicaba en su cabeza lo que haría cuando le dirigieran la palabra. Estaba preparado para distintos escenarios, desde qué hacer si le decían buenos días o buen día. Había visto que cuando esto ocurría la gente alargaba la boca y miraba al otro a los ojos en lugar de a los pies.

Bastaría con un saludo para que la comunicación se convirtiera en costumbre y luego también se acostumbraran a él. Y así su ropa descosida y su mal olor no serían un impedimento, sería simplemente Prudencio.

Pero de pronto una persona que corría al ritmo de una manecilla de minuto y no de segundo escuchó el violín y no al viento. Caminó hacia él. Prudencio humedeció sus labios, listo para hablar. Cuando llegó a su lado, dejó caer una moneda y sin mirarlo siguió su camino.

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