Alejandro Alverde, un niño que a los tres años sufrió muerte cerebral y cuyos padres decidieron donar sus órganos, desató una amplia cadena de acciones, entre ellas, la creación de Asociación Ale, dedicada a crear centros de salud, brindar asistencia social y fomentar la cultura de la donación de órganos en México. Cultura Colectiva se une a esta última causa a través de la difusión de obras de arte.
En esta ocasión Fundación Ale comparte a través de Cultura Colectiva “Eso que llaman amor para vivir” de Eliseo Alberto un poeta, novelista, dramaturgo, guionista y periodista cubano que vivió en México desde su exilio en 1990. Ocho años después de dejar su país, fue galardonado con el Premio Alfaguara gracias a su novela “Caracol Beach”, sin embargo, él insiste su obra más importante es “Informe sobre mí mismo”, un libro que habla sobre la vibrante emoción con la que él y otros miles de cubanos vivieron la Revolución, no con razón pero sí con pasión; lo único que defiende con este libro es el derecho a equivocarse.
“Eso que llaman amor por vivir” uno de los últimos textos del poeta, en el que describe, con todo su ingenio y honestidad, lo que significa que una persona completamente ajena a tu vida, se vuelva una parte vital de tu cuerpo.
ESO QUE LLAMAN AMOR PARA VIVIR
Por Eliseo Alberto
Para Ale.
Hoy quisiera escribir sin la emoción que siempre provoca la gratitud para así (lúcido, objetivo, honrado en la martiana interpretación de la palabra) poderles contar una historia que me tocó vivir a lo largo y hondo de treinta horas de fe, mil ochocientos minutos de esperanzas, ciento ocho mil segundos de caridad. Todo empezó, sin que yo lo supiera entonces, en el mes de octubre de un 2004 insoportablemente aciago, cuando un niño de 3 años de edad llamado Ale Alverde Castro renació poco antes de su entierro en otros seis inocentes. Luis y Adriana, sus padres, de seguro tuvieron que hacer acopio de amor y de coraje al momento de enfrentar una encrucijada en la que jamás habían pensado porque hay preguntas demasiado tristes que uno prefiere no cuestionarse por justo miedo a su respuesta. Seguros de la justicia del Dios en quien creían y de la entereza profesional de los doctores que habían luchado por salvar al pequeño, aunque nunca resignados a su prematura ausencia, los devastados miembros de la familia Alverde-Castro, todos, aceptaron donar los órganos de Ale sin otro consuelo que el de hacer bien a un semejante.
Hoy, que he vivido una experiencia singularísima, desde el lado también angustioso de uno de los 7 mil 776 enfermos de insuficiencia renal crónica que esperamos en México por la generosidad de una donación, por cortesía viva o cadavérica, puedo imaginar aquella intensa batalla contra reloj, la movilización de seis equipos de cirujanos, anestesistas, laboratoristas, especialistas, enfermeras, trabajadoras sociales, camilleros, pacientes compatibles, familiares y ángeles de la guarda de unos quince candidatos, entregados a la urgente tarea de ganarle, si no la guerra, una batalla a La Muerte, esa Señora tan astuta que, de mil personas que se lleva con Ella, sólo una se le revira y cede sus órganos con nobleza extrema. La balanza de las apuestas no baja de millar a uno, y así resulta muy difícil derrotarla. Y aquel octubre aciago la vida ganó, gracias a Ale. Pocos meses después, en Los Mochis, Sinaloa, se fundaba la Asociación ALE, organización social sin fines de lucro que desde su origen hasta el sol de este jueves de julio ha apoyado el trasplante, ya felizmente realizado, de unos quinientos pacientes –trescientos de ellos con insuficiencia renal crónica, tercera causa de muerte en hospitales de México, según datos públicos del Centro Nacional de Trasplantes. A otros tantos, Ale no nos permite perder una ilusión que, sin el apoyo de la Seguridad Social y otros grupos filantrópicos de real y venerada misericordia, sería con suerte un bonito delirio por no decir una última quimera: el desesperado sueño de seguir vivos.
Yo sé bien lo que les digo: es “eso que llaman amor para vivir”, como cantó Pablo Milanés.
Les cuento. El sábado pasado, a la noche, recibí una llamada telefónica de alarma y el domingo, en ayunas, un segundo y tercer timbrazo me advirtió que la hora había llegado, después de tres años de espera. Debía presentarme de urgencia en el Hospital General de México con todos los documentos en regla –más la totalidad de mis fantasías a la mano, pues soy de los tercos que aún creen que sólo la poesía explica los milagros. Una familia bondadosa había aceptado donar los órganos de un pariente en situación terminal, y yo era uno de los siete u ocho candidatos a recibir alguno de sus dos riñones.
Poco a poco, uno a uno, fuimos llegando y rápido nos empezamos a conocer de otra manera, a pecho abierto, pues en situaciones extremas no hay derecho a la envidia o la rivalidad –menos a la codicia. Cada cual veníamos acompañado por un familiar sonriente, solícito e incansable, y cargábamos con algún talismán para la suerte, oculto a buen resguardo en la camisa o la blusa. Como nunca olvido que soy padre, habanero y supersticioso, yo me apreté el pantalón con un cinto de mi difunto padre (recurso reservado para momentos especiales) y llevé un retrato tamaño pasaporte de mi hija María José en el bolsillo superior izquierdo de la guayabera, el más cercano al corazón. Ella y su madre, María del Carmen, se ocuparon del obligatorio papeleo administrativo y yo me quedé observando desde un rincón los diligentes desplazamientos de una tropa de médicos, técnicos y enfermeras que iban y venían por un hospital tan extenso que, además de doctores en medicina, los obliga a ser también maratonistas.
Yo los vi. Revoloteaban. El doctor Héctor Diliz, cirujano jefe de la Unidad de Trasplante, estaba al tanto de los más mínimos detalles, desde aprobar las camas donde habrían de internarnos hasta buscar en los almacenes las batas reglamentarias para entrar en quirófano. Al mediodía nos vimos un par de veces, desde lejos, porque él actuaba en muchas partes al mismo tiempo, multiplicado, y de cada rincón del Hospital General regresaba con un problema menos, con una solución más. Al aparecer y desaparecer, corriendo de un lado a otro, me sentí tranquilo por la simple razón de que si el doctor Diliz seguía aquí, allá, ahí, sus pacientes no teníamos nada razonable que temer. Es exigente, minucioso, perfeccionista. Luego vi al doctor Juan José Platas que caminaba sin mirar donde pisaba, atento sobre la marcha a los claroscuros de una placa de abdomen, mientras nos saludaba a todos por nuestros nombres sin mirarnos, como si nos reconociera por los olores de nuestros respectivos sustos. El experto cirujano sudaba. Ahora leía el jeroglífico de un electrocardiograma; después, un cifrado de laboratorio. El doctor respiraba profundo. Platas es de oro.
Y vi a la delgadita Mónica, la enfermera que ama los poemas de Benedetti. Llegó veloz y lista para la pelea (¿lo hizo en patines?), sin importarle un rábano haber tenido que suspender su merecidísimo descanso de fin de semana. Vestía con orgullo su inmaculado uniforme aún húmedo, pues ni tiempo le había dado para plancharlo en casa. Bailaba al colocar los sueros en los ganchos. Bailaba al pincharnos las venas. Mónica bailaba. Vi al doctor Alejandro Luque, joven internista, pendiente de las pruebas finales de compatibilidad sanguínea, como campeón de tenis que juega en varias canchas a la vez y en todas responde los pelotazos de La Muerte disfrazada de traicionera diabetes o de enemiga anemia o de fumadora empedernida. Y vi al doctor Luis García, cirujano, que ese domingo sólo lamentaba perderse sus boletos comprados para asistir a la final del campeonato mundial de fútbol; sin embargo, como es hombre que lo sabe casi todo sobre las cosas simples de la vida, que son las realmente hermosas, se atrevió a pronosticar en voz alta que México vencería a Uruguay 2 riñones por 0.