Viajábamos de la mano pero separados

Los amores de verano son los que más nos marcan y nos crean recuerdos para siempre, aunque sean tan breves… Aún recuerdo muy bien lo que pasó, ambos viajábamos en el autobús, ajenos a lo que podría pasarnos y, sin saber de nuestra existencia, nos cruzamos un par de veces en el pasillo en busca

Viajábamos de la mano pero separados

Los amores de verano son los que más nos marcan y nos crean recuerdos para siempre, aunque sean tan breves…

Aún recuerdo muy bien lo que pasó, ambos viajábamos en el autobús, ajenos a lo que podría pasarnos y, sin saber de nuestra existencia, nos cruzamos un par de veces en el pasillo en busca del sanitario, compartimos sueños cuando en el avión todo se oscureció e incluso me regalaste tu refrigerio con el argumento de que volar no le sienta bien a tu estómago. Quién lo diría, ambos íbamos al mismo sitio, un pequeño hostal diseñado para personas que viajaban ligero, no sólo de maletas también de dinero, pero que cargaban muchos sueños y expectativas por cumplir en ese viaje de verano, ese pequeño escape de la realidad.

Hospedados en el mismo hotel, tomamos caminos diferentes, tú en la terraza fumaste un cigarrillo, aspirabas todos tus temores, los purificabas y los dejabas ir al viento; yo, en cambio, decidí que lo mejor en ese paraíso tropical era descansar en una hamaca a la espera de que tanto el calor como el bloque creativo del cual huía, se fuera con la brisa del mar.

Estabas ahí parada, contemplando la luna que se alzaba sobre la ciudad fronteriza que volvía fantasma todo lo que tocaba con su luz blanca, estabas ahí a la espera de que el gran quizá sucediera cuando se apagara tu cigarrillo; producto de una pequeña broma del destino, te diste vuelta para buscar fuego y me encontraste. No es que fume, te dije, pero siempre cargo un encendedor. No mentí, lo que sucede es que cargar un encendedor puede ser muy útil cuando eres un pirómano que disfruta ver las cosas arder.

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Afortunadamente esa chispa nos llevó a una larga conversación, no adentró a la noche y con unas bebidas de coco y ron, terminamos en una habitación del hostal, no recuerdo si era la tuya o la mía pero ahora era de ambos, en la que despertamos los más bajos y antiguos instintos de supervivencia con la intención de satisfacer nuestras necesidades.

Todos sabemos que sucede en una habitación de dos extraños que casualmente se han encontrado, serendipia, todos sabemos que el amor se hace entre besos y abrazos, entre roces, humedad y sudor de sal, entre el calor tropical y los gemidos quietos de una mujer; ambos teníamos caminos un poco distintos pero esa noche se terminaron de unir. ¿Destino? No lo creo. ¿Serendipia? Sin lugar a dudas.

Así es como partimos, juntos, en un colectivo de dos pisos con rumbo a una ciudad tan ancestral como el amor y el deseo de contemplar juntos lo esplendorosa que puede ser una civilización cuando se lo propone, y también los duros ocasos a los que se llega a enfrentar; así recorrimos ciudad en ciudad, de ruinas en ruinas, de playa en playa, haciendo el amor cada vez que se nos ponía la oportunidad, disfrutando de la vida y la inmensidad que viajar te causa.

Viajábamos solos, cada quien por su lado, pero juntos, pues cada quien tenía su vida, sus sueños y anhelos, sus miedos y limitaciones; cada quien estaba inscrito en una ciudad como ciudadano y cada quien tenía una dirección, un apartado postal y un correo electrónico; cada quien vivía una vida y cada quien tenía una meta; cada quien vivía una distancia a la vez y cada quien recorría el camino a su manera; cada quien viajaba por su cuenta pero de la mano.

El final de nuestra aventura estaba cerca, las reservaciones, los boletos de autobús, los tickets de entrada, el dinero, la ropa interior y los condones se acababan, poco a poco también las ganas de follar cada noche y cada mañana se reemplazaban por la impetuosa necesidad de comenzar a querer, algo que en verano no solía darse bien por lo que comenzamos a caer sólo para levantarnos con un gran salto, el suspiro final.

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Pasamos los últimos días y las últimas noches juntos, queriéndonos entre sexo colegial, para después, llegado el momento, despedirnos con un adiós cordial, atemporal, a sabiendas de que lo nuestro había sido un amor de verano…

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Luego de la lectura de este cuento, quizá también te identifiques con “La angustia sella el pasaporte rumbo al aeropuerto de tu presente”.

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Las fotografías que acompañan al texto pertenecen a Evan James Atwood.

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