De alguna manera, su nombre decidió parte de su destino. Al menos el de escritor. Víctor Hugo Viscarra nació en 1958, en La Paz, Bolivia, misma ciudad en la que murió 49 años después. Difícil de catalogar, más como fenómeno editorial o mediático, perteneció a esa estirpe de escritores malditos —malditos de veras—, artistas parias prácticamente al margen del mundillo de intelectuales. Muy pocos pasaron por los mismos caminos que recorrió y vivió para contarlo.
En Colombia suenan nombres como el eternamente joven Andrés Caicedo, autor de Viva la música, uno de los 100 libros de narrativa más importantes de Latinoamérica; o Rafael Chaparro Madiedo, autor de Opio en las nubes. En Argentina quizá Marcelo Fox, escritor anarquista de corrosivo y oscuro verbo, con obras como Invitación a la masacre y Señal de fuego, con elementos esotéricos vinculados con la destrucción y la regeneración de la humanidad. Los dos primeros han gozado de cierta fama morbosa, sobre todo a raíz de sus trágicas y polémicas muertes. El tercero perteneció en cierto modo al círculo intelectual del Buenos Aires de los años 60 y ha sido tomado como referencia por diversos autores. Pero en Bolivia el nombre de Víctor Hugo Viscarra resuena en lo más profundo de la calle, la cual fue su morada y campo de lucha existencial y literaria.
Con escritores como Víctor Hugo Viscarra, quien muchas veces fue llamado el Bukowski boliviano o “Viscarrowski”, puede suceder un error garrafal: prestar más atención a su vida que a su escritura. Por ambos lados el narrador y compilador paceño se sale de toda categorización. Tal vez la comparación con el poeta y narrador estadounidense Charles Bukowski, por aquello de su miserable infancia, sus excesos y visión sobre la vida es la más obvia, pero su historia toma un matiz sumamente diferente. Cuando apenas era un adolescente —y hasta su muerte— vivió prácticamente en la calle. La vida criminal le sirvió para subsistir y escribir, así como los vicios. Alcohólico de talla mundial, iría preparando su organismo para el “glorioso” destino que le deparaba el punto final de su vida. Vivió entre criminales, prostitutas, drogadictos e indigentes. De todos aprendió algo, además de forzarse a leer y escribir, pasión que determinó su estilo inusual, emocionante, con personalidad francamente exquisita. En papeles que iba encontrando escribió sus historias, que hablan de verdaderos resquebrajamientos en una sociedad falsa: códigos de honor entre delincuentes, violencia, misoginia, incesto, sexo y doble moral.
Prolífico a su manera, escribió varios libros de cuentos. Sin embargo, su debut fue como investigador y compilador. En 1981 publicó Coba: lenguaje del hampa boliviano (posteriormente reimpreso por la Editorial Correveidile como Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano), un verdadero homenaje al habla de los bajos fondos que tan bien conoció. A dicho libro le siguieron Relatos de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otros drinks: crónicas para gatos y pelagatos (2001), Borracho estaba pero me acuerdo: memorias de Víctor Hugo (2002), Avisos necrológicos (2005) y Ch’aqui fulero: los cuadernos perdidos de Víctor Hugo Viscarra (2007, póstumo).
Viscarra se ganó el respeto y la admiración de varios miembros del círculo literario y editorial, pero jamás perteneció propiamente a él, pues prefería pasar sus días en barrios peligrosos, beber en lugares de poca muerte y rodearse de las personas que le vieron crecer en la clandestinidad y al margen de todo. Se dice que su relación con su editor, Víctor Montoya, de Correveidile, fue especial y extraña al mismo tiempo. El autor solía fotocopiar sus propios libros para venderlos y tener más dinero para beber. Fue, a pesar de todo, muy agudo y supo señalar aspectos de la identidad boliviana que muchos ni pensaron mencionar, además de contar con un buen gusto para las conversaciones inteligentes y una voz literaria y narrativa única, bien lograda, su verdadero mérito.
Tal vez, si la cirrosis no lo hubiera borrado del mapa, estuviera escribiendo alguna anécdota —mitad vivida, mitad imaginada— en el reverso de alguna servilleta. A continuación, para concluir, un fragmento de su testamento, escrito en el hospital donde falleció: “Ante la proximidad del momento en que yo deberé marchar en pos de horizontes más halagüeños y promisorios, y como dicen que es menester y obligatorio dejar a quienes se quedan con lo que no podremos cargar hasta nuestra fosa, me he visto obligado a redactar una especie de testamento donde haré constar, cláusula por cláusula, la manera en que mis “bienes” –es mi voluntad– deben ser distribuidos, cosa que, después de muerto, no hayan quejas, peleas, litigios o desavenencias que puedan enturbiar mi paso de este mundo al otro. Para expresarlo mejor, ya que en vida nunca me dejaron en paz –y conste que yo soy paceño–, quiero que al menos en muerto me dejen morir tranquilo”.
FUENTES
Página Siete
Marcapasos
Alcoholatumyotrosdrinks.blogspot.com
***
También conoce la historia del escritor que exhibió mediante la literatura la homofobia y el racismo que sufrió.