9 de marzo de 1948,
Asheville, Carolina del Norte.
Scott, estoy encerrada en este cuarto y en mis sentimientos. Hay una ventana, la cálida luz del cielo en Asheville choca contra la madera del piso, es mi pedacito de libertad, mi único refugio. Aquí el espacio es reducido, la cama incómoda y el resto de los muebles, destartalados. No me agrada esta habitación, no me agrada este lugar, ni esta vida; pero conoces de sobra mi condición, entro y salgo del hospital porque de lo contrario sufro alucinaciones, he llegado a charlar con Alejandro Magno y Cleopatra; a veces tengo ideas delirantes, me imagino que vienes conmigo y viajamos juntos a París, otras más sólo me golpea una tristeza tremenda y permanezco así durante días. Debes saber que te echo de menos, Scott. Es raro cómo las cosas adquieren un carácter nostálgico con el tiempo, incluso los malos momentos. Me gustaba tu tristeza, espero habértelo dicho alguna vez, es que me parecía tierna; no lamento nuestras discusiones porque ahora siento que nos mantenían unidos, al final de cada una, trataba de besarte y hacerte olvidar.
Seré sincera contigo, ser Zelda Fitzgerald no es fácil. A veces me pregunto cómo habría sido la vida de seguir siendo Zelda Sayre, de haber vivido en Alabama y casarme con uno de los jóvenes que perseguían mis huellas. Llevar tu apellido es cargar con todos tus demonios que, admito, desvelamos juntos. Ser Fitzgerald atrae mucha atención, tú y yo reflejamos la mejor época del siglo, encarnamos el sueño americano: una pareja de jóvenes genuinamente apasionados, rubios y bellos, ambiciosos, encantadores, la pareja de moda en los 20 y exitosos, por lo menos, en aquella época. Pero todo acaba, ¿o no, Scott? Hay que admitirlo, todo muere: el romance, la fama, el glamour y las personas. Junto a nuestra generación nos acercamos a la conclusión de un delirio agitado, de licor, bailes y encanto. Nunca pensamos en que aquellos años eran efímeros, en que el declive llegaría tan pronto para algunos; quizá sea mejor morir a vivir con el peso del tiempo, enterrada en la nostalgia.
¿Recuerdas cuando nos conocimos? Ya no estoy segura si te vi por primera vez en aquel baile del club de campo, o si antes me había encontrado contigo en la estación de tren. Debió ser la última porque escribiste sobre ello en “El gran Gatsby”. Tú eras un joven escritor amateur que fanfarroneaba de su talento, un lugarteniente que esperaba la orden para ir a combatir a la primera guerra; yo era una muchacha sureña, criada en la cuna de una familia de senadores, jueces y concejales, impetuosa, alocada, codiciada entre los hombres del condado, enfadada de la vida en la campiña. Estábamos condenados, Scott, éramos tan soñadores y entusiastas, era inevitable sentirnos atraídos. Sé que anotaste el 7 de septiembre de 1918 en esa libreta que llevas a todas partes, fue el día que te enamoraste de mí, te gustará saber qué yo hice lo propio. Cada uno encontró en el otro un cierto sentido de vanidad que sólo había visto en sí mismo.
Por supuesto, yo no estaba segura de casarme con cualquier holgazán que se llamara escritor, pero demostraste que no eras escritor ordinario. ¿Cuántos más pueden decirse símbolos de su generación? Eres una luminaria en medio de ese círculo de borrachos que llamabas amigos. Estoy segura que la gente seguirá leyendo tus novelas, aún después de mucho tiempo. Eres un talento sublime, Scott, no tan bueno como William Faulkner, pero sublime. En una de sus novelas, Ernest Hemingway nos llama “La generación perdida”, dice que lo tomó de una conversación con Gertrude Stein, y por más odioso que me parezca Hemingway, debo darle la razón. Nosotros somos la generación perdida.
Me gusta evocar los detalles de la vida que llevamos juntos porque me hace sentir cuerda. Cuando se firmó el tratado con Alemania, fuiste liberado de tus obligaciones con el ejército y estableciste tu residencia en Nueva York, nos escribíamos a menudo mientras estábamos separados, hasta que me enviaste la sortija de tu madre en marzo de 1920; recuerdo que nos casamos el 3 de abril del mismo año, en la hermosa catedral de San Patricio, sobre la mismísima Quita Avenida. Estábamos aturdidos por la gloria, vivíamos en un frenesí erótico y artístico, esa emoción nos condujo al matrimonio. Acababas de publicar tu primera novela “A este lado del paraíso”, todo un éxito de ventas, se agotó en apenas tres días; después de semejante resultado comercial, cualquiera hubiera esperado que tus siguientes trabajos continuaran siendo fructíferos, pero pese a tu indiscutible habilidad como novelista, tus textos nunca más fueron tan rentables.
En tu novela, reescribiste a uno de los personajes para que se pareciera a mí, incluso usaste trozos de mi diario personal en la elaboración del libro. Soy más que una musa, Scott, soy parte y autora de toda tu carrera, no existe Scott Fitzgerald sin Zelda Fitzgerald.
Juntos arrasamos con Nueva York, ahí empezó todo. Como escribió Charles Dickens: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos”. Un par de célebres novicios en medio de la ola de adrenalina más grande que ha azotado américa, precoces y revoltosos. Reinventamos la suntuosidad, la ciudad enmudeció ante la era del jazz, hicimos del charlestón un estilo de vida. La prensa alardeaba de nuestras historias, era comprensible, porque vaya que dimos material para las imprentas, nosotros agotamos la tinta, Scott. Le mostramos al resto de mundo lo que era la diversión, y cuáles eran los límites del escándalo, brillamos con la luz de nuestra enardecida juventud; paseábamos sobre los toldos de las taxis, y ofrecimos un brindis en la fuente de la plaza de unión square. Nos vestíamos de una pareja dichosa en público, pero en casa las discusiones se volvieron frecuentes.
Pese a las riñas, nuestro primer año de matrimonio nos dio un bonito obsequio en el día de San Valentín de 1921: supe que estaba embarazada. Viajamos a la casa de tus padres en Minnesota para tener al bebé, Frances “Scottie” Fitzgerald nació en octubre. Después de todos esos años de desenfreno, me aturde pensar que la más afectada haya sido Scottie, aún con nuestras muchas aptitudes en distintas materias, no fuimos los mejores padres. ¿Sabes qué otra cosa recuerdo? A mí recuperándome de la anestesia después del parto, balbuceando palabras sin sentido, algo sobre desear que Scottie se convirtiera en una muchacha bonita y tonta, porque lo mejor que le puede pasar a una mujer bonita es ser tonta. Tuviste el arrojo de ponerlo dentro de “El gran Gatsby”, supongo que nuestra vida alimentó algunos de nuestros libros, y los espectros de esta sociedad se asoman entre sus páginas. Muchos de los personajes alrededor de Gatsby son, exactamente, bonitos, pero muy tontos. Un esbozo de una clase social que arroja habladurías imbéciles, arropados por su fortuna o su raza. Creo que en tu novela el personaje Daisy Buchanan enmarca la marginación de la mujer, la simplificación de su género a un adorno, igual que una alfombra en la sala, o una lámpara art deco en la habitación. “El gran Gatsby” fue una gran novela, querido Scott, cada vez que quiero revivir los 20 me pongo a leerla.
Debo admitir que nunca fui una buena ama de casa, teníamos numerosos empleados a cargo de todo lo que no sabíamos hacer, uno para la cocina, otro para la lavandería, o para cuidar a nuestra hija. El año de 1922 fue devastador, yo quedé embarazada por segunda ocasión, pero no estábamos listos para ser padres, ni la primera vez, ni la que se avecinaba. Scottie siguió como hija única, pero una tristeza profunda ensombreció mi amor como madre. Con el tiempo, las deudas inundaron la casa, tu siguiente novela no había tenido suficiente impacto, vencidos, tuvimos que ir a París.
No hacías otra cosa que escribir, no me justifico, pero tú, mejor que nadie, entenderás mi íntimo arrebato francés. Conocí a Edouard Jozan en el verano del 24, era apuesto, galante, y un piloto intrépido. Ya me disculparas por decírtelo, Scott, pero me enamoré de él. Pasábamos las tardes nadando en las playas o en las mesas de los casinos. Desafortunadamente, confundí la naturaleza de mi affaire al pedirte el divorcio, claro que tu manera de encarar las circunstancias tampoco fue la más madura, me encerraste en la casa, Scott. Cuando Edouard se enteró de su damisela atrapada, insistió en que lo nuestro no era serio, y abandonó el mediterráneo. Mi aventura nos hizo perder todas las esperanzas, era nuestra necesidad de drama, habíamos cosechado una huerta de ilusiones falsas a través de los años y, de pronto, la realidad nos golpeaba en el rostro. Ese mismo año comencé a pintar y tuve mi primer intento de suicidio.
Cuando nos mudamos de la costa a París, salías mucho con Hemingway, no voy a negar que los llegué a considerar homosexuales. Nunca me ha agradado Ernest, me parece narcisista, soberbio e hipócrita. Además de tu amistad con él, debo admitir que nuestra época en París fue magnífica. Se filmarán películas y se escribirán libros al respecto por décadas. La ciudad de la luz fue un hervidero de nuevos artistas, aparecieron las vanguardias y el glamour en un mismo espacio. Nunca habrá época más vivida y tan maldita. Una orgia longeva que ocultó la depresión de los monstruos del arte, que acalló nuestras consciencias. Te dije cosas horribles, Scott, lo siento. Te insulté para someterte, cuando tú me engañaste los celos sumergieron toda razón. Para llamar tu atención me lancé a esas escaleras de mármol, en plena reunión, para dar de que hablar a todos nuestros conocidos. Poco a poco nos convertimos en una pareja desagradable, nuestras reuniones ya eran vulgares intentos de complacer a un círculo de por si falso.
Quise aprender ballet, ya había sido una estupenda bailarina en mi infancia. Tenía la gracia, el físico e incluso ¡la disciplina, Scott! Llegué a practicar ocho horas diarias. ¿Habías visto tanta entrega de mí hacia algo? Pero a ti no te gustaba la idea, y los demás decían que me estaba autodestruyendo, quizá era cierto, pero preferiría morir como una artista que como ebria en alguna noche lasciva.
En los 30 me admitieron en un sanatorio, y estuve al cuidado de los más brillantes médicos de Europa. Cuando regresamos a América por la muerte de papá, tú comenzaste a trabajar en Hollywood, no demerito el oficio, Scott, pero seré sincera, ¡qué forma de desperdiciar tu talento! Como sea, nos hacía ganar dinero y solventar nuestros gastos. Fueron años terribles, querido, no sólo para nosotros. Tal cual fuimos la representación del esplendor norteamericano, nuestra caída fue tan abrupta como la caída de la bolsa de Wall Street, y la subsecuente depresión económica.
En mi tiempo, internada en Baltimore, logré escribir una novela: “Save me the waltz”. Aún creo que la reacción enfadada que tuviste cuando supiste del libro fue muy exagerada, sé que gran parte del argumento revela parte de nuestra vida íntima, pero tú planeabas hacer lo mismo en tu siguiente libro, y el que golpea primero, Scott, golpea dos veces. Lamento que “Save me the waltz” no haya sido bien recibida por la crítica, ¿pero cuándo han sabido ellos algo de arte?
En mi tiempo alojadada en el Hospital Highland de Asheville, empezaste un amorío a mis espaldas; fue con esa periodista escandalosa, Sheilah Graham. Te aseguro que ni en nuestros peores momentos fuiste tan infeliz. Cuando en Highland organizaron una excursión a Cuba, tú y yo decidimos ir por nuestra cuenta, otro fatal error, Scott. El viaje fue, en su descripción más favorecedora, desmoralizador. Hubo riñas, tú te intoxicaste y acabaste en una clínica al volver a Estados Unidos, después de eso, no nos vimos de nuevo. Tú regresaste con tu amante y yo al hospital. Nunca perdimos la comunicación, si es que a aquello le podemos llamar así. Compartimos correspondencia los siguientes años, pero tú te esforzaste por alejarte, de manera eventual empezaste a culparme por tus fracaso, ante tus ojos, la razón de tu declive era yo. Pero, Scott, nosotros mitificamos el apellido “Fitzgerald”, no habrías escrito esos grandes libros sin mí, y la sombra de Zelda te acompañará siempre, aún en la eternidad.
Moriste hace ocho años a causa de un ataque al corazón, vivías en el departamento de Sheilah Graham. Scottie dice que tuviste un buen funeral, ella ya tenía 19 años, y confío en su palabra. Me fue imposible acudir al sepelio, eras mi vida, ¿cómo acude alguien al entierro de su vida? Ahora me parece vacía la existencia, me encuentro en un sueño etéreo, como si hubiera un velo entre la realidad y tú.
Ahora Scottie es toda una mujer, me hace sentir orgullosa. Hizo colocar tus restos en Maryland, pretendía depositarlos en la parcela de tu familia en la iglesia, pero no se lo permitieron, dijeron que eras impuro por haber vivido con más alcohol que sangre; aun así, dice que hará que la iglesia cambie de parecer, ya veremos.
Mis problemas ahora, Scott, son: la primera, permanecer aquí; y la segunda, salir de este lugar de una buena vez. Los doctores y yo seguimos trabajando en ambas. Tengo programada una terapia de electroshock, me aterra, pero me atemoriza más esta maldita enfermedad. La esperanza con la que sobrevivimos es diminuta, como la buena fortuna, la notoriedad y las riquezas es perecedera, pero a diferencia de ellas, vale su costo.
Se acerca el ocaso, la luz del sol se apaga junto conmigo. Pienso en ti y en mí, juntos, viviendo en el sur, en una casa a lado de a algún valle que retoñe y rejuvenezca con la primavera, cubierto de flores, cuya fragancia evoque los mejores recuerdos. Sé que no sucederá, el viaje al que has partido es muy largo. Será en otra vida, Scott.
Con cariño, Zelda Fitzgerald.
17 de junio de 1986,
Montgomery, Alabama.
Mamá murió el 10 de marzo de 1948, en el hospital psiquiátrico Highland de Asheville donde se encontraba internada. Un incendio que empezó en la cocina se propagó al resto del inmueble, mamá, que estaba encerrada en su cuarto, murió en el desastre. Tenía 48 años, cuatro menos que mi padre al fallecer. Soy la descendiente del novelista y rostro de la generación perdida, F. Scott Fitzgerald y de la maravillosa diva de la era del jazz, Zelda Fitzgerald. Llevar su apellido durante estos años no ha sido sencillo, pero siendo sinceros, vivir nunca es fácil. Como mis padres, fui escritora y una personalidad de la vida social en la década de los 60. En 1975 hice transportar los féretros de mis padres a la parcela de la familia Fitzgerald, después de conseguir el visto bueno de la iglesia. Luego de dos matrimonios y cuatro hijos, me mudé a Montgomery, Alabama, hogar de mi madre. Ahora tengo 64 años.
Lo dijo papá: “De esta manera, seguimos avanzando con laboriosidad, barcos contra la corriente, en regresión sin pausa hacia el pasado”.
Con cariño, Frances “Scottie” Fitzgerald.
**
Las cartas que acabas de leer son ficción.
**
Si deseas leer a más escritoras, entonces conoce estos libros que reflejan el lado más cínico y despiadado de las mujeres.