Te compartimos “Viernes trece”, un cuento de amor sobre las supersticiones del viernes 13 para quienes todavía creen en la magia de enamorarse.
VIERNES TRECE
Octubre. El frío del invierno era una promesa, pero no una certeza todavía y las memorias del verano parecían cada vez más lejanas. Las últimas horas de sol entraban violentas por las ventanas del camión, la gente pasando, todos yéndose a alguna parte.
Se bajó del camión, tarde como siempre, acelerando el paso; no sólo por las prisas, sino por el miedo que le daba ese callejón oscuro y solo por el que había pasado ya tantas veces. Era viernes trece. Silvia nunca había creído en las supersticiones y, sin embargo, algo le había estado inquietando el ánimo toda la tarde.
Entró al café, buscándolo entre la gente, la luz amarilla de las lámparas, las conversaciones, el olor a café y a leche caliente. Nada. Se sentó entonces en un sillón a esperar, mirando una vez más a su alrededor pero como queriendo no encontrar. “¿Silvia?”. Muy tarde. Se levantó para encontrarlo, de pie junto al sillón. Sí, era él, haciéndole un gesto que bien pudo ser de felicidad auténtica o de una trampa macabra.
No son abundantes, pero existen sonrisas que son como demonios que bailan junto a un fuego en una noche de luna llena. Nos poseen (a veces de a poco, a veces en un instante), hasta que dejan de ser algo ajeno a nosotros; y la víctima y la sonrisa-demonio se vuelven uno solo. No hay nada que pueda hacerse para exorcizarlas, porque para eso se necesita que el cuerpo poseído quiera desprenderse de ellas; y eso rara vez pasa.
Silvia le devolvió enseguida un gesto tierno y silencioso, como si de pronto todo fuera tan obvio y tan natural. Así se les fue la noche, entre conversaciones estimulantes y cosas que los dos quisieron decirse pero que ninguno se atrevió a decir. De a ratos se colaban los nervios, el miedo y los escepticismos; pero su superstición, y todas las supersticiones del mundo, desaparecieron cuando él la miró con esos ojos de inocencia aparentada.
Entonces ella supo que lo que venía después era inminente, inevitable: el primero de incontables besos sin remedio (porque para los remedios no hay remedio). Quizás aquel viernes sí había sido una noche de demonios. Quizá no, quizá más bien había sido
una noche de luna, de estrellas y besos que hacían paz con los fantasmas de dolores pasados.
Ahora, seis meses después, nada había cambiado mucho; excepto tal vez por los nervios, el miedo y los escepticismos, que hacía rato que se habían ido. Silvia había aprendido a perderse en esos ojos de inocencia ya no tan aparentada. Había aprendido también a bailar con los demonios, de la mano, alrededor de un fuego bajo una luna llena. Aquel fuego que parecía no acabarse nunca. Que olía a café y a leche caliente, pero sobre todo a miel y a naranjas quemadas. Hacía seis meses que Silvia ya no sentía ese filo en la voz que de a poco le cortaba la garganta y que le hacía callarse la mayor parte del tiempo por miedo a que le atravesara el cuello.
En vez de eso, sentía algo que le alborotaba la voz y luego la lengua, era como si tuviera vida propia y anduviera siempre buscando la de él, desesperanzada cuando no la encontraba. Él la miraba a veces con unos ojos que ella no entendía, pero que tenían siempre el mismo efecto. Y entonces, sentados en el asiento trasero de su coche del año 95, sus lenguas se encontraban una y otra vez.
Y de pronto todo sabía a luna llena, a otoño, a invierno, a primavera y a verano, a miel y a naranjas quemadas. Y las supersticiones hacía mucho tiempo que se habían ido.
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El texto anterior fue escrito por Melissa Trejo.
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