El texto que se reproduce a continuación es el resultado de un trabajo colaborativo entre Enrique Ocampo, autor del libro de relatos Salto de fe, y Lorena Martínez, fundadora del blog Gritos de soledad.
La noche se pinta gris
El primer timbrazo es un suspiro contenido. El segundo una exhalación. El tercero un vaho traicionero. El cuarto se interrumpe a la mitad. “¿Hola?”.
Tu voz rebota entre las paredes del pasado y emerge de un pantano que había soñado con nunca tener que remover: la nostalgia. Cada letra aclara tu silueta y, de memoria como una leyenda grabada a fuego en el espíritu, me convulsiona el entendimiento con una llama peligrosa y hambrienta. “Hola”, sonríe mi voz.
Mi punto final se tizna de interrogación. De esperanza. De atrevimiento. “¿Todavía?”, pregunto con voz trémula. No veo el reloj ni siento el aire helado de la madrugada. No gasto tiempo en preámbulos necios. No juego alguno que no sea el de la verdad. El de la duda colgada del paladar y a punto de marchitarse o renacer. Necesito saber.
“Nunca más”, sentencia tu voz inmisericorde.
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Me muerdo los labios. La voz se me ahoga, las palabras se acortan. Fuera esperanza.
Intento contener las lágrimas, pero parece casi imposible. Borro los puntos suspensivos.
El corazón me estalla. Noviembre pasó, pero nosotros no. Arde. Que me arde querer eliminar el espacio entre tú y yo, siempre más separados que juntos.
La memoria me traiciona y los recuerdos son peligrosos. Dicen por ahí que debemos tener mucho cuidado con quién los hacemos porque duran toda una vida. Y mira que es verdad. Una parte de mí quiere correr a ti, decirte a gritos que quiero que me beses las ganas de quedarme. La otra, ya no puede más.
Un disparo al corazón. Eso somos, eso fuimos, jamás seremos de nuevo.
Pronuncio lo que a continuación conocerías como tu sentencia. “Nunca más”. Del otro lado no se escucha nada más que tu respiración. He tratado de sonar fuerte y joder, cómo me dolió.
¿Recuerdas? Tardes de abril que antes se pintaban interminables, hoy se acaban, hoy se secan. Mi mano cae, pero ya no sostiene la tuya. Alma mía, cielo que antes me adornaba, puedo escribirte mil versos, tomarme las últimas gotas que le queden al tequila, pero déjame, que me voy.
No puedo pretender, ya no tengo amor.
Ya no me quedan cartas ni bailes por la madrugada. Ya no me quedas tú, que antes tanto me sobrabas. Olvida, viejo amor, que alguna vez te pedí las estrellas.
Esta vez prefiero verlas desde mi ventana.
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En el aire una condena. Entre el viento un rugir de pecho. Cada letra se me mete por las uñas y hierve entre la impotencia. Cuántas horas nos robó el silencio. Cuántos besos para siempre devorados por la carcoma del tiempo. Estamos más solos, más lejos y más tristes. Un cisma telefónico. Una brecha insorteable. En el aire una condena. Entre el viento todo sabe a brea.
Las rodillas reniegan y mis palmas chocan contra el pasto. ¿“Nunca más”? Un “por siempre” baila amenazante bajo el velo de un recuerdo. Se me inflama la garganta y te maldigo. En silencio, pero te maldigo. Nos maldigo.
“¿Hola?”, me busca tu aliento. Se cuela en tu voz un hilo de lástima. «Por siempre», suspiro derrotado. Me aferro al contrato del ayer, muerto y desesperado. «Por siempre», cuelgo el teléfono. «Por siempre», cierro los ojos. «Por siempre», el pie izquierdo abandona el pasto y flota sobre el vacío. «Por siempre», el oleaje lejano lame mis dedos. «Por siempre», el susurro del mar me acaricia el cabello. «Por siempre», doy el último paso. «Por siempre», el aire se impregna del último grito de mi espíritu.
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La imagen que acompaña al texto es propiedad de Jessica Janae.
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La intensidad de los momentos más cruciales se magnifica con la narrativa, los elementos estéticos del lenguaje y la capacidad creadora de una voz que hila y conduce imágenes como un sueño dirigido. Cortes rápidos, instantes de pausa. Sobre el cuadrilátero, todo luce como una batalla existencial en la que el amor da náuseas.