Sólo la había visto con el tapaboca puesto, sin embargo, estaba seguro que se trataba de ella, y por la forma en que lo veía, parecía que Sara también lo reconocía por sus ojos, por su cabello.
El recuerdo difuso pero alegre del último verano en el que descansaba al final de la jornada, se quedaba escueto en comparación con encontrársela fortuitamente en la fila de raciones. Conversar sobre la felicidad pasada y sobre su ruina presente y seguramente futura, paradójicamente, le alegraban la existencia.
En sus ocasionales turnos en la repartición de raciones, Sara lograba reservarle las porciones de comida que se veían más presentables, él a su vez siempre le proporcionaba analgésicos extra para su madre, la cual por sus cálculos no duraría más de diez lunas.
No le era ajeno el sentimiento de perder a alguien, “ahora, para nadie lo es” pensaba. Su padre fue uno de los primeros en contagiarse. Se despidió de él con un beso luego de que lo visitara el miércoles, lo llamaron del hospital el jueves y trasladaron el cadáver el viernes, “Nos convertimos en una especie de huérfanos” pensó.
A ambos les dolía recordar el pasado, pero sentían que era la única época que habían vivido.
En el presente su trabajo era sobrevivir y en su tiempo libre recordaba con Sara, se contaban historias sobre lo felices eran antes aunque en el momento no se sentían afortunados “Éramos dos grandes mal agradecidos” decía Sara con gesto melancólico y una débil sonrisa en los labios.
Pasar tiempo con ella era alucinante, al terminar su turno en la destartalada farmacia se reunía con ella en su lecho, se interrogaban sobre infinidad de temas, donde vivían, cómo eran sus respectivos amigos, cuál era su comida favorita, cuál eran la última película que habían visto, si se habían enamorado y de quién, si habían perdido a alguien y demás. Él le confesó detalladamente lo traumante que fue decirle adiós de manera tan repentina a su amado padre; ella, por su lado, había visto morir a su hermana, no por la enfermedad, sino asesinada por saqueadores desesperados. Escondida debajo de su cama había presenciado como la violaban, y cuando esta trató de escapar, en medio de su desesperación, el hombre orondo y mugriento que tenía encima le retorció el cuello. Le contó la misma historia tres veces como si se le olvidara que ya se la había contado y cada vez lloraba más que la anterior.
Se consideraban seres muy espirituales, quizá era un efecto secundario de haber perdido todas sus posesiones, de vez en cuando, al ser elegidos en el grupo de caza, ambos sentían que habían vuelto a su hogar.
Habían pasado once lunas cuando fue a buscar a Sara a su casa, se preguntaba por qué había faltado a la entrega de raciones esa tarde. La encontró con la vista perdida en el cielo nublado, estaba sentada en una silla de madera, con un estampado de flores desteñido, esta se quejaba cada vez que Sara se movía, como si le molestara su peso. Se había quitado el tapaboca, a sus ojos, un color escarlata los teñía de tristeza y a pesar de que pareciera que no había dejado de llorar desde que nació, veíase más hermosa que nunca, como si no tuviera nada que perder.
En el modesto funeral de su madre no soltó ni una lágrima, aunque el tapaboca escondía sus expresiones, él reconocía esos ojos del día en que la fue a buscar a su casa “Nada que perder”.
Apoyado en un árbol marchito, se aferraba con fuerza de las antiguas raíces para no llorar, contemplando el cielo, una nube en forma de pipa antigua irrumpió en su campo visual, le recordó a su padre.
Sara se acercaba, no quería entristecerla de más con sus propios problemas, se secó una lágrima con el antebrazo y se acomodó el tapaboca.
Desde que su madre sucumbió a la enfermedad, Sara no era la misma, no le interesaba conversar, sus encuentros se resumían en un largo silencio, ella tumbada sobre su pecho no hablaba ni respondía, luego lloraba un poco y se despedía con una sonrisa forzada.
Él recordó como era su vida antes de que sus ojos la encontraran, su rutina era dolorosamente aburrida, pensaba en su padre más que nada, lloraba todas las noches y apenas estaba consiente en sus turnos en la farmacia, seguía comiendo por costumbre.
La idea de colgarse en el árbol marchito reptaba por su cerebro cuando visualizó por primera vez a Sara.
Transportarla de vuelta a la modesta felicidad que compartían fue tan imposible como transportarla de nuevo a la niñez, ya no quería ni escucharlo y a él se le acababan las palabras amables.
Sin encontrar propósito en sus actividades rutinarias, esperó hasta que la muerte de la madre de Sara se convirtiera en un pilar en el masivo edificio de sus tragedias, para intentar, por última vez, sacar a Sara de su miseria.
Entró en su habitación, ella apenas lo miró, seguía con la vista perdida en el cielo adornado de nubes, como el día de la desgracia, con los ojos escarlata.
Le recordó momentos felices, acostados en su cama arropados con sus reminiscencias, le dijo que los dos estaban solos, sin nada que perder, que más bien les valía acompañarse el uno al otro, “Pronto vendrá el invierno y odio pensar que no tendré nadie con quien quejarme del frío”, ya sin esperanzas le dijo que se necesitaban mutuamente, quizás él más a ella , pero que no le importaba, haría todo lo que pudiera para quitarle ese color horrible de los ojos.
Cuando terminó, Sara se mordió los labios, concentrada en el horizonte y portando la más leve de las sonrisas le preguntó: “¿Eso es todo?”.
No la odió, la comprendió, decidió que no se permitiría ser igual de egoísta que ella.
Se inclinó hacia la silla de madera donde se acomodaba, le dio un beso en la frente que le supo a cenizas y salió del cuarto, ella seguía dándole forma a las nubes con los ojos.
La nieve dormía amontonada en las calles cuando vio a tres hombres con trajes protectores llevando a Sara en una camilla sobre ruedas, tenía puesto el tapaboca y los ojos escarlata. Pareciera que las lágrimas habían quemado el resto de su cara.
La enterraron al lado del árbol marchito en el centro de la plaza, no a petición de él, sino porque ya no tenían lugar para tantos cadáveres en el improvisado cementerio.
El cura de la comunidad junto con algunos médicos lo ayudaron a cargar el tosco ataúd, no había nadie más para llorarla, ni flores para embellecer el sombrío espacio.
Cuando todo terminó miró hacia el montón de tierra y murmuró “Ya no tenemos nada”.
Se sentó a la base del árbol marchito y miró al cielo…la misma nube en forma de pipa lo saludó.
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Conoce qué tan dolorosas son las rupturas amorosas.