Las horas en el campamento de la Caravana Migrante se alargan. Muchas veces, durante la travesía, ha caído el aburrimiento: llega “en los tráilers, en el camino, aquí mismo”, dice Jairo Pleitez, un niño con una sonrisa que expone sus dientes frontales. El sol quema. Salvo en las gradas y en las carpas, no hay lugares donde refresque la sombra en el albergue temporal para inmigrantes del estadio Jesús Martínez Palillo, de la delegación Iztacalco.
Chepe, un cachorro de chihuahua, salta en círculos como un juguete de cuerda. “¡Eh!”, le grita Jairo Pleitez, ejerciendo presión sobre la correa. “¡Anda todo loco y yo no sé porqué!”. El perro ladra, como si protestara.
Jairo y Chepe viajan juntos desde Ocotepeque, un departamento de mil 630 kilómetros cuadrados en el occidente de Honduras.
Este es un viaje largo, agotado. Chepito me acompaña desde el mero principio”, dice Jairo, que parece mantener el buen ánimo: cada frase la remata con una risa aguda.
Jairo pasea a Chepe en las inmediaciones del albergue temporal para migrantes. (Foto: Cultura ColectivaTatiana Maillard)
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Eso sí, advierte: qué lenta y aburrida es la espera algunas veces, y ¡cómo no!, Jairo se siente así porque arribó la noche del domingo al albergue, desde Veracruz:
No es bueno estar aburrido. Por eso, mejor no pienso en el tiempo. Cuando no tengo ná que hacer, me pongo a jugar con él.
Jairo soba el diminuto lomo de su acompañante. “Además, he disfrutado el paisaje”.
La decisión de salir de su país e iniciar una travesía incierta la tomó de golpe, en caliente. Con la impulsividad que otorga, en principio, no tener nada que perder, pues nada se posee. Y, en segundo lugar, porque a Jairo le sobra juventud. “Tengo diecisiete años”, asegura. En realidad, tiene la apariencia de un niño de catorce.
Unos amigos míos me andaban enganchando para que me viniera con ellos, y ¡jaaaa! Pues que vine. Así tomé la decisión, de un día para otro.
Jairo encoge los hombros y esconde la cara detrás de la mano que no lleva la correa. Como si disfrutara de una travesura.
Los menores de la caravana representan el 10% de los ocupantes del albergue (Foto: Cultura Colectiva/ Tatiana Maillard)
Falta de oportunidades: la razón para salir de casa
Jairo, es uno de los 5 mil migrantes que permanecen en este albergue temporal, en espera de reiniciar su tránsito hacia Estados Unidos. Como el 10% de quienes pernoctan aquí, es menor de edad. Desde Veracruz lo persigue una tos seca, que no le preocupa, porque la atribuye al brusco cambio de un ambiente cálido, al frío nocturno de la ciudad de México. “Namás tengo que cuidarme y taparme bien en la noche. Tengo una buena cobija”.
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El chico pasea a su cachorro en un área habilitada con algunas reatas y hula hulas para ejercitarse, jugar, hacer más llevadera la espera. Por ahí, pasa un hombre de mediana edad que carga un paquete de aguas de a litro. La gente se congrega para recibir una. “Regálame un agua, viejo”, solicita Jairo en voz baja. Repite la frase un par de veces más. Pero el resto ha arrasado con ellas. Jairo se retira, sin darle mucha importancia.
Mientras tanto, a unos pasos, en una carpa de la Cruz Roja, se extiende una fila de hombres y mujeres que esperan comunicarse con sus familias. Son llamadas de dos minutos, vigiladas por personal de la Cruz Roja, destinadas únicamente a dar pormenores de dónde y qué tal se encuentran.
-¿Y tus padres?
– ¡Na! Yo no tengo padres- responde Jairo. -Yo voy solo.
-¿No hay nadie que extrañes por allá?
-A una guirra. Teníamos un año de estar juntos. Y, pues, un día antes de irme, le pregunté: “¿Qué onda, nos vamos en la caravana?” Y me dijo que estaba loco. Y yo le contesté: “Pues, lastimosamente, yo ya me voy”. Y ya. No me dijo nada.
Jairo camina por una zona donde, además de carpas de atención y repartición de ropa, se encuentra una unidad móvil del Ministerio Público estacionada. Uno de los encargados menea la cabeza al preguntarle si los migrantes han denunciado algún delito: responde que no, pero después de meditarlo un instante, parece recordar: “Bueno: atendimos una por el robo de una mochila. Y nada más”.
A diferencia de otros departamentos, como Santa Bárbara o Copán, donde en 2017 se registraron respectivamente 212 y 184 homicidios; en Ometepeque, lugar de donde proviene Jairo, se registraron 46. El Observatorio Nacional de la Violencia, de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, lo ubica como uno de los 10 departamentos de riesgo bajo.
“Yo no me vine por la violencia, ni nada de eso. Yo vengo por superarme, por salir adelante. Ayudarle a mi padre”, dice Jairo.
-¡Entonces sí tienes padre!
Jairo recarga la cabeza en el hombro izquierdo, tartamudea:
-No… es que conmigo… no. O sí. Que sí me llevo bien con él y todo, pero digamos que yo, decirle papá… yo no le digo papá. Le digo Edwin, porque Edwin se llama. Él se dedica a todo lo que es trabajo. Todo: albañilería, la tierra, todo eso.
-¿Cuántos años tiene tu papa?
-Tiene 28.
-No puede ser. Si tú tienes 17
-¡Ah, no! Entonces debe tener más.
Tal vez Jairo es el que tiene menos edad de entre todos los chicos que deambulan por el campamento, muchos de ellos matan las horas en los juegos del deportivo.
Jóvenes y niños pasan el tiempo, en lo que la caravana vuelve a ponerse en marcha. (Foto: Cultura Colectiva/Tatiana Maillard)
No es la violencia lo que hizo que Jairo se decidiera a salir de casa con una mochila y la compañía de Chepe, sino la falta de oportunidades. De acuerdo con el instituto Nacional de Estadísticas de Honduras, el índice de pobreza según las Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI) en Ometepeque, era de 43% en 2013. Y aunque la cobertura en educación primaria es de 96%, el 15% de sus 140 mil habitantes es analfabeta.
Yo estudiaba, pero me salí del colegio porque era muy haragán. Estudié hasta primero de ciclo (secundaria) y luego me perdí tres años. Estuve trabajando de todo: albañilería, carpintería, soldadura.
-¿No te gustaría regresar a la escuela?
-Sí, quisiera seguir estudiando, pero no sé. No sé cómo me va a ir. Ya sé que no voy a llegar a un buen trabajo, cuando me llegue allá (a Estados Unidos). Pero algo voy a hacer de mi vida.
Futuro incierto
A partir de las dos de la tarde, se observa a varias personas caminar en las instalaciones del estadio con platos de unicel coronados por la comida del día; hoy tocó arroz, frijoles, un huevo cocido y un bolillo. Al día se entregan, aproximadamente, 10 mil 600 raciones.
Además de la Secretaría de Desarrollo Social de la Ciudad de México (Sedeso), es la Comisión de Derechos Humanos de la Ciudad de México (CDHDF) y la alcaldía Iztacalco las dependencias que se encargan de la labor de proporcionar alimento. Sin embargo, Armando Guerrero, alcalde de Iztacalco, ha expresado en diversas entrevistas que la ayuda será insuficiente, pues se espera la llegada de una segunda caravana, proveniente de Tapanatepec, Oaxaca; y una tercera, que viene de Huixtla, Chiapas; y una cuarta, que está en la frontera con Guatemala, y las que se acumulen en estos días.
De momento, ni Jairo ni Chepe han pasado hambre.
Al menos 37 personas atienden el servicio de comida en tres turnos. (Foto: Alcaldía Iztacalco)
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-No me puedo quejar. Me han tratado muy bien. Lo único feo… pasó en la frontera (el enfrentamiento con la policía 19 de octubre). Fíjese: empezaron a tirar piedras, pero del lado mexicano. Y los policías se enojaron. Y empezaron a tirarnos bombas lacrimógenas. Algunas gentes querían que las echáramos de regreso, pero mis amigos y yo las tiramos para el río, y ahí explotaron.
-¿Y el perrito?
-En la mochila. Pero como ya no quise cruzar la frontera a pie, le di el chuchito (perrito) a unas gentes, para que se lo llevaran en balsa y yo me fui nadando. En la orilla me lo entregaron.
Chepito es un chucho con suerte. Dice Jairo que no le ha faltado “comida doggie”, pues la gente le regala. “Es un pícaro este perrito”.
Pero de un momento al otro, Jairo dice algo inesperado:
-Yo creo que lo voy a tener que regalar un día, ¿verdad?
-¿Cómo así?
-No lo sé. Todavía falta mucho camino. Y quién sabe lo que venga. Si lo dejo, me lo van a reclamar mis amigos, porque ya se encariñaron. A ver qué pasa.
Por primera vez, Jairo no sonríe.
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