Es imposible siquiera pensar al mismo ritmo que se hacía hace medio siglo. Lo confirman las canciones, los automóviles, los programas de televisión de entonces o videos de personas caminando por la calle, la vida transcurría más lento y a nadie parecía importarle.
En un instante histórico en que el hombre parece alcanzar una cima constante de desarrollo tecnológico, las barreras físicas se derriban con el simple hecho de tomar un teléfono inteligente y mover el pulgar para comunicarse sin parar con alguien al otro lado del mundo. Respondiendo a la ecuación, siempre que se cubre una distancia mayor en menos tiempo, la velocidad indudablemente debe aumentar.
Hoy no hace falta pararse frente al puesto de diarios para mirar las primicias y recorrer con los ojos renglón por renglón, hoja por hoja, hasta enterarse del contenido de un artículo informativo, tampoco esperar pacientemente un viaje para mirar cara a cara a alguien y escucharlo. Entre el sinfín de actividades que agobian a las personas en el mundo contemporáneo, se levanta un halo de inmediatez típico de la posmodernidad que rige todo el espectro de la vida, desde las normas del mercado, hasta situaciones que parecen tan neutrales como la comida, el ocio, el sexo, el descanso o la forma en que vestimos.
Así como el fast food marca el ritmo de la alimentación, el fast fashion invade el mundo de la moda. Más de 50 temporadas anuales de las principales marcas de la industria lo confirman. Entre todo lo que sufre de una aceleración súbita en el presente, la moda resiente los estragos de prendas desechables, producidas en masa y responsables de gran parte de la contaminación del planeta, sólo por debajo de los gigantes de la alimentación.
Tal escenario funciona como una parábola perfecta para ilustrar la percepción del tiempo en la actualidad. Ante las experiencias efímeras, surgen nuevos paradigmas con la intención de cambiar la velocidad del presente e imprimir una pausa en cada momento.
En el mundo de la moda, los artículos de superlujo, sólo accesibles para un porcentaje minúsculo de la población mundial, dan un giro a los principios que caracterizan al fast fashion. Esperar meses por una camisa cosida a mano, un traje a la medida o un par de zapatos personalizados parece dotar de sentido y originalidad a una industria tachada de superficial e instantánea por obvias razones; sin embargo, en un mundo cada vez más desigual ésta sólo es una opción real para quienes se encargan de hacerlo así.
¿Por qué algunas personas gastan miles –tal vez millones– de dólares en una cartera o un par de zapatos? ¿Qué es lo que realmente están comprando a través de cifras estratosféricas?
A primera vista, se trata de un producto superior con toda clase de acabados de primera mano. Su durabilidad está garantizada, lo mismo que el estilo (ambos respaldados por el precio) pero la cuestión aún parece abierta, ¿qué más se oculta detrás de tal mercancía? ¿Por qué resulta tan deseable y al mismo tiempo, especial? ¿Qué es lo que hace tolerable cualquier espera con tal de obtenerla?
Quizá la respuesta se oculta en la misma pregunta. En medio de la vorágine contemporánea, esperar meses por obtener un producto que puede adquirirse en un tris es una cuestión que va más allá de cualquier firma, material o acabado. Los multimillonarios de antes utilizaban el lujo como un pase rápido a cualquier sitio, lo mismo para saltar una enorme fila en un evento, que para abordar un vuelo privado. No obstante, la fórmula parece revertirse ante la velocidad del presente. El buen vivir, la comodidad y el lujo encuentran un objetivo apenas más valioso que las prendas y diseños más exclusivos.
Detrás de estos objetos y todo el fetichismo que llevan consigo, se encuentra el tiempo. La calma para esperar algo que escapa de las manos de quienes todo lo tienen –y pueden conseguir casi inmediatamente– parece funcionar como un acto reflejo del grado de vacuidad de la sociedad actual, una turbulencia incluso para quienes carecen de obstáculo alguno para acumular lo que deseen.
Frente a tal decadencia, surge el slow fashion, un movimiento que propone la aparición de colecciones atemporales, caracterizadas por prendas duraderas y la eliminación de las cuatro típicas temporadas anuales en las grandes firmas. Grandes íconos de la moda como Stefano Gabbana o Donna Karan han manifestado su apoyo al respecto, argumentando que la moda no tiene porqué engendrar los males del presente, mucho menos ser dañina con el medio ambiente.
Más que una tendencia de moda, el slow fashion y toda la filosofía que acompaña a la voluntad de volver a vivir la vida con calma lucha por un gusto que parece tan distante como imposible en el presente, una virtud que disfrutan sólo unos cuántos; el verdadero lujo del siglo XXI es el tiempo. Disfrutar de él no requiere precio, pero sí un examen crítico de consciencia contra mecanismos que pesan sobre los hombros de todo aquél que pretenda sobrellevar obligaciones, tareas, relaciones y salir bien librado del mundo que, inexplicablemente, los hombres producen así para ellos mismos.
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Conoce más desde este punto de vista después de leer las mejores “Razones por las que la moda dejó de ser arte para saciar a una sociedad ingenua”. ¿Qué se esconde detrás de la enorme industria que parece regular la forma en que el mundo viste en la actualidad? Aquí las “Razones por las que Moda no es sólo usar ropa bonita”.