Ya lo dicho está dicho: la moda no tiene que ser ajena a las problemáticas de índole social. Sólo hay que recordar el caso de la Escuela Ana Betancourt, en La Habana, Cuba, para entender el potencial de un campo que suele asociarse con la frivolidad y empezar a verlo como un escenario de ideas, de propuestas que motivan la reflexión y pavimentan el camino para cambios, sobre todo en una sociedad posmoderna, compleja y ávida de reinvindaciones.
Como si el haber puesto tracksuits de Juicy Couture y t-shirts Hanes durante la Semana de Haute Couture del año pasado no fuera lo suficientemente provocativo, la firma parisina Vetements lo hizo otra vez. En enero de este año presentó su colección de Fall-Winter, titulada Stereotypes, en el Centre Georges Pompidou de París, de la mano de un elenco de “gente real”: modelos de diferentes edades, tamaños, contexturas y etnicidades, sin las figuras estilizadas que suelen recorrer las pasarelas.
Esta presentación hizo que los asistentes dudaran, reflexionaran y comenzaran un viaje de introspección, cuestionando así su propia identidad. Esto, en todo caso, no es nada nuevo para la marca, cuyo modus operandi es hacer dudar a las personas sobre todo lo que cree saber de la moda.
El colectivo de diseñadores anónimos, dirigido por Demna Gvasalia, se ha convertido en un fenómeno relativamente reciente dentro del mundo de la moda. Le ha dado un giro de 180 grados a la industria y a los principios básicos del “buen gusto”. Se consideran a sí mismos como una entidad que energéticamente rechaza los talleres tradicionales de alta costura en París, además de dejar claras sus propuestas sobre cómo deberían verse las mujeres, por lo responde con prendas que representan a una generación nueva. En un sentido amplio, la firma le ha dado nueva vida y aire a la moda. Es la pièce de résistance de la industria.
Vetements, cuyas creaciones parecen inspiradas en el “hombre del día a día”, presentó una colección que refleja los uniformes sociales del mundo. Cada look correspondía a un personaje de la cultura colectiva moderna, con una identidad, un nombre y una historia. Fue una imagen perfectamente representada de las calles de grandes ciudades como Nueva York, Londres y principalmente París. Lo que yuxtapone la propuesta es que la ropa se convierte en el sistema personal de comunicación y el principal instrumento de identificación, tanto personal como colectiva.
A lo largo de la semana previa al desfile, comenzaron a surgir las pistas. La primera, estaba en las invitaciones. A cada invitado se le entregó una tarjeta de identificación con su nombre, pero con una fotografía que no le correspondía. Resultado: una editora de moda de veintitantos años, por ejemplo, podía ser representada como un hombre italiano elegantísimo o una niña Harajuku.
La segunda fue el casting, el más diverso dentro de la historia de la marca. Niños adolescentes “cool” pero que no lo intentan, seguidos de hombres de mediana edad que parecían haber llegado a la pasarela al salir de la oficina, señoras en trajes de tweed, skinheads con chamarras de camuflaje y hasta una novia. Todos vestidos como algún estereotipo impuesto por la sociedad actual. La categorización como modo de contraponer y de algún modo criticar los propios mecanismos de la moda. El mensaje fue claro: todos somos diferentes, y eso es lo que hace que la moda sea grande.
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Así como este colectivo, hasta cierto punto y desde una perspectiva original, critica y reflexiona sobre los parámetros y límites de la moda, hay quienes piensan que vestir bien es directamente proporcional al tamaño y las capacidades del bolsillo, que se desangra con cada nueva colección nueva y con las últimas prendas en las tiendas. Nada menos cierto, pues puedes tener un look increíble con otros recursos.