«Es un modelo muy caro. Carísimo».
Con esta sentencia, discriminatoria y ruda, un par de asistentes corrieron a Julia Roberts –Vivian Ward en la trama– de su prestigiada tienda; un momento que a todos se nos quedó grabado gracias a la cinta Pretty Woman de 1990. Pero no con tanta fuerza como esa escena subsecuente en que su príncipe azul, Gere-Lewis, la lleva de compras y cumple el sueño de absolutamente muchos: tomar la tarjeta de crédito (prácticamente sin límite), pasear por las icónicas boutiques de Rodeo Drive y comprarle una cantidad inimaginable de ropa de diseñador.
Así, junto a otros filmes como Los caballeros las prefieren rubias, Clueless y El diablo viste a la moda, la fantasía de un completo makeover a causa de una fuerza exterior, casi mágica y que por azar cae sobre un ser medianamente común –como casi el resto de nosotros–, se sembró también en nuestras mentes para echar frutos de deseo de sofisticación y gran poder adquisitivo.
Esos sueños de compras y guardarropas extensos han sido alimentados por el cine, la música, la tediosa publicidad que se desencadenó en los años 90 con el auge del mass fashion y el posterior reinado del fast fashion en los 2000; no obstante, aunque las estrategias de mercado han normalizado el salir a comprar como un divertimento caro, un pasatiempo de prestigio, la representación del comprador casi siempre se ha volcado hacia la figura femenina en nuestra sociedad. Y nada más equivocado. A eso me refiero cuando todos, TODOS, nos hemos sentido conmovidos en una película como El diario de la Princesa por un cambio de look casi milagroso. Tanto hombres como mujeres estamos en ese paquete.
Pero, ¿dónde quedamos aquellos pobres ilusos de tal ambición? ¿Bajo qué características vivimos en el mundo real?
Las estadísticas muestran, con base en un estudio publicado en 2006 por The American Journal of Psychiatry, que el 6 % de las mujeres son de hecho compradoras compulsivas.
Los hombres nos situamos en un 5.8 %, solamente. Lo cual nos dice que las métricas son básicamente las mismas y no hay tanta diferencia en nuestros hábitos consumistas, que no son lo mismo a nuestras formaciones de gusto o formalizaciones estéticas.
En 2016, según los reportes de la firma de relaciones públicas Boutique@Ogilvy, reveló que los hombres solemos gastar en promedio 85 dólares al mes en ropa.
El resultado para las mujeres fue un tanto menor: 75 dólares mensuales.
De acuerdo con las investigaciones, debemos partir de una diferencia que es mucho más fácil de entender si la planteamos en inglés. Hay dos tipos de compradores; los compulsive buyers y los compulsive shoppers.
El segundo corresponde a una práctica que hemos emparejado al género femenino y que consiste en ir de tiendas, probarse mil y una prendas, elegir sólo algunas o absolutamente nada, además de considerar a la práctica –desde el ejecutante mismo– como una actividad de diversión, terapia o incluso intimidad entre amigas.
En cambio, el compulsive buyer, que se acerca al comprador que por definición no conlleva más performática que la de transacción mercantil, es un espectro que nos abarca a muchos hombres. Vamos a las tiendas, no analizamos tanto las prendas seleccionadas, sólo nos dejamos llevar por el impulso de gusto o utilidad, en ocasiones preferimos adquirir ítems online, y no llevamos un claro lookbook de nuestros armarios.
De esta manera, los hombres compramos menos, pero gastamos más y no cuidamos las posibilidades de nuestros outfits; las mujeres compran más, gastan menos, pero cuidan la estética y los motivos de sus adquisiciones. Y en cualquiera de los dos casos, comprar es mucho más que un intercambio de bienes, que la saciedad para nuestras necesidades básicas; es un ritual que nos acerca a Carrie de Sex & the City o a un Ryan Gosling de Crazy, Stupid, Love. Que nos acerca, en conclusión, al ensueño de ser compradores del Siglo XXI; sólo hay que poner atención y llegar a un buen equilibrio entre los polos del buyer y el shopper.
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