¿Te imaginas que un día te dijeran: “padeces Parkinson”? La vida te daría un vuelco. Saber que es una enfermedad que no tiene cura, que ataca a más de medio millón de mexicanos y que en nuestro país no hay una conciencia sobre ella, seguramente te dejaría sin palabras. Pero, ¿cómo darte cuenta de un día para otro que poco a poco irás dependiendo de alguien? La gente llega a cansarse y pocos tienen la paciencia para quedarse a cuidar a un paciente con Parkinson. Es por ello que hoy, en el Día Mundial del Parkinson, CC News le abrió sus puertas a Flor de María Almaraz, una paciente con Parkinson que describe cómo sería su cuidador ideal, que intenta crear conciencia sobre esta enfermedad a partir de su relato.
Avanza a una velocidad atroz…
Con poco más de diez años diagnosticada, mi evolución con la enfermedad ha sido lenta (según el neurólogo), pero para mí que soy quien la padece, es rápidamente atroz. Los primeros tiempos decidí enfrentar sola la enfermedad aunque eso es un decir porque siempre han estado cerca mío los miembros de mi familia. El temblor es agobiante. La rigidez que posee mi cuerpo apenas disminuye con el efecto de la Levodopa. Cuando despierto soy un guiñapo. Mis pies no tienen fuerza. Al paso de los días requiero cada vez mayor atención, alguien que me ayude a hacer lo que yo ya no puedo. Una andadera me ayuda por las mañanas, las paredes son un recurso a la mano, me pego a ellas como araña… Soy una araña chiquita.
El primer cuidador: la familia
De las tres personas que forman mi núcleo familiar, la primera que tomó la estafeta fue mi hija Laura. Gracias a ella tuve asistencia psicológica, paseos semanales, convivencias fraternas, pero eso no duraría mucho tiempo. La crisis económica en la que nos vemos envueltos hizo que se aflojaran los lazos que me ataban a mi familia. Mi hija se fue alejando (sin descuidarme) para atender sus asuntos. Nada fue lo mismo sin ella. Los cuidadores, con mucho de culpa, tienen vida que resolver y un enfermo es un lastre duro de cargar.
El cuidador se convirtió en mis pies…
El que tomó el turno siguiente fue mi esposo Gabino. Ni siquiera recuerdo cuándo fue que se hizo cargo completamente de mí. Se convirtió en mis pies, en mis manos, en mi vida. Nunca conocí a nadie que pusiera su dependencia en manos de otro tan abiertamente como lo hice yo… No todo sería tan feliz, pues mi cuidador empezó a cansarse.
Me dejaba en el “olvido” un día, una noche, según se presentara la ocasión. Comenzó a fracturarse la relación. Sin entrar en detalles, el “felices para siempre” había caducado. Los pensamientos suicidas invocados por la desesperación, abortaban en la almohada llena de lágrimas. Las tijeras y cuchillos se convirtieron en objetos atrayentes de los que me alejaba los viernes por la noche.
En esta etapa, tal vez la más dura, mi hijo Bruno ha tomado con temor la estafeta. Es un oso grande y fuerte capaz de aplastar el miedo con una mano. Se enfrentó por primera vez a la burocracia del hospital, a los descuidos de su madre, al tránsito infernal que significa manejar desde Coacalco hasta La Joya. Salió avante no sin unas cuantas maldiciones de por medio. Él se sabe dispuesto a enfrentar lo que venga, le toca lo más difícil: batallar con lo que queda de mí.
‘Me he convertido en un ser invisible’
Tenía medicamento, asistencia médica, cuidados normales que desaparecieron paulatinamente. Nada habla más mal de mí que el descuido personal en el que vivo. Necesito atención, pero me he convertido en un ser invisible. Ni siquiera soy un mueble viejo. Soy un ser que está sin estar. Vivimos en los tiempos de las prisas. Hay que correr para todo. El puto Parkinson se robó casi todo de mí. El sonido de mi voz, mis dientes, el pelo, los recuerdos. El puto Parkinson se robó al amor de mi vida. Nadie quiere ser esposo de un guiñapo. Lo asumo, lo entiendo. Mi guardarropa se convirtió en tres pantalones y unas cuantas blusas repetidas hasta el cansancio. Los tenis viejos y no hay más de qué hablar. La mujer altiva que desapareció en las sombras de lo abyecto dejó de existir. Después no hay nada. Me revolví en el lodo de la desesperación. Renegué del Dios que no se cansaba de mandarme pruebas. Dios, aquí está tu pendeja.
¿Cómo sería el cuidador ideal de un paciente con Parkinson?
Mi cuidador ideal… Me gustaría que quien me cuidara estuviera conmigo no como esclavo, sino como alguien que me ayude a hacer lo que no puedo: la limpieza de la casa, el cuidado de mis mascotas, las labores culinarias. Me gustaría que mi cuidador tuviera tiempo de salir a pasear conmigo sin prisa, sin celular en mano, con el ánimo dispuesto a escuchar la frustración de un ser que se niega a dejarse vencer por una enfermedad sin cura. Quisiera que mi cuidador tuviera una especie de piel que mis amargas palabras no traspasaran. Alguien así no existe. Sería un milagro y yo no creo en ellos. Consciente estoy de que no me voy a curar, por eso no baso mi esperanza en ello. De sobra sé que esto se pondrá peor. También sé que soy lo suficientemente valiente para no acabar con mi vida. Tengo una nieta a la que me prometí cuidar aún a costa de mí misma. Debo ser una abuela única para ella, aunque como yo haya muchas.
Me gustaría un cuidador que no se aburriera de mí, que me cuidara sin minimizarse a sí mismo. Alguien que tuviera los mismos intereses que yo, pero que su camino no fuera el mío. Que su mano fuera sólo el apoyo, que sus palabras sean el oxígeno que me reviva, que su corazón sea el motivo para seguir hasta que esto termine. Consciente estoy de que no existe una persona así, por eso no pido milagros. Sólo quisiera alguien en quien mirarme a los ojos disfrutando nuestra mutua presencia sin que a ninguno de los dos le pese estar juntos.
*Flor de María Almaraz es también bloguera, conocida como La Malquerida y puedes leerla aquí: La reina del país de los hongos.