El rock and roll se trata de vivir la vida al máximo sin importar la seguridad, el bienestar o integridad física. Es así porque la música suena mejor con unos tragos encima o algún estupefaciente que haga vibrar los solos de guitarra. Estando bajos los efectos de alguna droga lo más importante es divertirse y si existiese algún problema, la misma inercia del momento lo resolverá. Éste fue el pensamiento de los Rolling Stones cuando planearon uno de sus conciertos más importantes de su carrera, pero nunca llegaron a imaginar el festín de golpes y sangre que desatarían.
Todo inició una mañana de otoño de 1969 cuando Mick Jagger y Keith Richard tuvieron la grandiosa idea de cerrar con broche de oro su gira por Estados Unidos. El recuerdo de Woodstock estaba fresco y parecía buena idea repetir el acontecimiento pero teniendo a los Rolling Stones como acto principal. Sus majestades satánicas convocaron una rueda de prensa y Jagger expresó una de las frases más irónicas de la historia de la música: “Daremos un concierto gratuito en San Francisco el 6 de diciembre […] Crearemos una sociedad microcósmica que servirá como ejemplo para el resto de América de que es posible comportarse bien en magno eventos de rock”.
“Como era de esperarse las instalaciones eran ineficientes; el equipo de sonido no era los suficientemente potente para los 300 mil asistentes que deambulan por el lugar llenos de LSD y metanfetaminas”.
Ingenuo, Mick, hablaste sin pensar en el futuro. Olvidaste que el rock es una fiesta de locos y que nadie, absolutamente nadie, se comporta cuando expresas tu simpatía por el diablo.
El público se convulsionó de emoción con la noticia mientras que el equipo técnico del grupo sintió el apocalipsis venir. Tuvieron
que cambiar varias veces de ubicación debido a la inquietud que generaba en las autoridades un evento tan grande. A la lista de problemas se le sumó el poco tiempo que tenían para organizarlo y el clima de confrontación que se vivía en Estados unidos en aquellos días. Debemos recordar que la década del amor libre estaba por terminar y se avecinaba el tiempo del punk junto con la anarquía.
Tras negarles el Golden Gate Park como sede del magno evento, los Rolling Stones no tuvieron más remedio que acondicionar el espacio abierto de Altamont en tan sólo dos días. Como bandas invitadas estarían Jefferson Airplane, Santana, Grateful Dead, entre otros. Como era de esperarse las instalaciones eran ineficientes; el equipo de sonido no era los suficientemente potente para los 300 mil asistentes que deambulan por el lugar llenos de LSD y metanfetaminas. Como si no fueran suficientes los errores que habían cometido hasta el momento, el conjunto inglés contrató a la temible banda de motociclistas Hells Angels para encargarse de la seguridad.
Así dio inicio uno de los conciertos más improvisados del siglo pasado, teniendo desde el principio múltiples inconvenientes. La banda de motociclistas rodeó el escenario y el equipo de audio, pero no faltó el aficionado borracho que quiso acercase más a las bandas. Uno de ellos tiró la motocicleta del “cuerpo de seguridad” y la primer golpiza del día se hizo presente. Conforme las bandas invitadas tocaban la presión del público intensificó. Ya avanzada la jornada los
Hells Angels pusieron orden golpeando a la gente diversas armas blancas. Cuando las cosas comenzaron a salirse de control (y después de golpear a un integrante de Jefferson Airplane) la mayoría de músicos cancelaron su participación y abandonaron el lugar.
Por fin llegó el turno de la banda más importante del mundo. Mick Jagger comenzó a cantar con titubeos, pero era imposible parar pues aquél era el broche de oro que tanto soñó. Mientras cantaba ‘Sympathy for the Devil’ trataba de calmar al público. “¿Quién está luchando y por qué? No queremos peleas”, dijo Mick, pero las llamas del infierno no calmaron. La banda y un delegado del equipo de seguridad advirtieron al público que terminaría la presentación si no se calmaban. Una vez más Jagger pidió cordura y exigió la presencia de paramédicos para los heridos de la primera fila.
De pronto, un chico avanzó hacia el escenario con una pistola en la mano. Uno de los motociclistas lo detuvo, sacó un cuchillo y lo mató. Aunque todo se paró de nuevo por unos minutos, la banda no se dio cuenta de la situación en medio de todo el caos y continuó con el show durante ocho canciones más. El aficionado se llamaba Meredith Hunter y a esas alturas del evento su cuerpo estaba lleno de metanfetamina.
El saldo final fue cuatro muertos, cientos de heridos y el trago más amargo en toda la carrera de los Rolling Stones. A tantos años del acontecimiento podemos soltar la pregunta ¿Quién tuvo la culpa? Algunos dirán que los Hells Angels y su maldita agresividad, pero ¿qué más podían hacer para dominar a miles de personas decididas a llegar al escenario? ¿Entonces los acusados deben ser Jagger y
Richard por dejarse llevar por la euforia de ser la banda más importante del mundo y querer recibir los honores de la realeza?
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Ninguno de los involucrados debe ser señalado en este trágico acontecimiento. La banda quiso complacer a sus fans con un concierto gratuito, los Hells Angels estaban encargados del orden a costa de lo que fuera y el público sólo se entregó a la música con todo su ser. Nadie es culpable de la sangre que corrió aquel día en
Altamont porque el rock es salvaje, impredecible y nos libera de todos las ataduras sociales y morales. Todos los amantes de este género saben el precio y aceptan pagarlo por el simple hecho de asistir.