El poder de la música es infinito. Suspendida en el viento, se reúne con nosotros de formas algunas veces inexplicables, conformando en este sentido el inconsciente colectivo que tan amargo o placentero nos resulta todo el tiempo. Somos parte de esta forma de otras vidas, reminiscencias sonoras exquisitas que nos sorprenden siempre sintiéndonos tan cercanos a artistas fugaces, frenéticos, libres y malditos.
En un camión, desde la azotea de un edificio abandonado, en el callejón de la cuadra a las faldas del cerro, en alguna oficina, en algún taller o en una pulcata, el sacerdote Rupestre tuvo el tino de dejar suspendidas en el aire sus letras atiborradas de poesía urbana, de ese descaro de vivir y sobrevivir sintiendo que el arte arañaba las costillas.
Seguramente el nombre de Rockdrigo González sea una incógnita para las generaciones actuales, pero el mito en torno a él sigue siendo gigantesco y tal vez muy poco se llegue a saber de cierto, toda vez que como genio se llevó varios secretos hasta a la tumba, aquel día que la tierra lo demandó y se hicieron uno.
Con influencias de Donovan, Bob Dylan, The Beatles y Pink Floyd, del carnalazo tamaulipeco pudimos saber muy poco, y de no ser por que tuvo el coraje de grabar con sus propios recursos algunos casetes con las canciones que escribió, tal vez no sabríamos nada. Pero si mencionamos rolas como “No tengo tiempo”, de Heavy Nopal, “Tiempo de híbridos”, de Los Rastrillos, o “Metro Balderas”, de El Tri, sabremos que existió un hombre que le dio voz a la corriente del rock urbano. En su genio están sostenidos los ánimos de una juventud rebelde que comenzaba a abrir los ojos cuando los años 80 nacían, inspirando tanto a músicos como escritores que hoy triunfan: José Agustín, Armando Vega Gil, Eduardo Villegas Guevara o Javier Bátiz, por mencionar algunos.
Como gran parte de los artistas migrantes de la década de los 70 y 80, a Rockdrigo González le tocó echar rolas en las calle, en fiestas, en concursos, y aprovechó cualquier oportunidad para mostrar sus canciones, aunque la respuesta del público no fuera siempre la mejor; anhelando, tal vez sin saberlo y sin él desearlo, el momento estético que todo artista persigue. Al mismo tiempo lo asaltaron, le cerraron las puertas, formó grupos, se emborrachó, se enamoró y tuvo algunas revelaciones que lo orillaron a escribir, sobre todo porque sabía que no podía volver al rancho: después de abandonar la licenciatura de Psicología en la Universidad Veracruzana, su padre le puso quinientos pesos en la mano con la instrucción de “no regresar hasta que fuera un hombre”. Así llegó al hoy extinto Distrito Federal.
Para Rockdrigo, la música era un acto natural, un proceso elemental del alma, y eso se puede sentir en cada una de las canciones que dejó con su voz aguardentosa. Contando sus hurbanistorias con su guitarra y una armónica, puede ser el músico naif por excelencia del pueblo mexicano, y esto lo sabía perfectamente, plasmándolo en su manifiesto rupestre:
“No es que los rupestres se hayan escapado del antiguo Museo de Ciencias Naturales ni, mucho menos, del de Antropología, o de los cerros escondidos en un camión lleno de gallinas y frijoles.
Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética o (peor) no tienen un equipo electrónico sofisticado lleno de sinters y efectos muy locos que apantallen al primer despistado que se les ponga en frente.
Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como el chinito ante la cultura: nomás milando.
Los rupestres por lo general son sencillos, no la hacen tanto de tos con tanto chango y faramalla como acostumbran los no rupestres, pero tienen tanto que proponer con sus guitarras de palo y sus voces acabadas de salir del ron; son poetas y locochones; rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía, le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusianos y cantan como becerros en examen final del conservatorio”.
Como buen profeta, una constante en las canciones del buen Rockdrigo, era el tiempo; parecía que algo le preocupaba o que de cierta manera intuía que algo pasaría muy pronto con él. Al respecto, de entre los camaradas que dejó, se cuenta un chiste sobre su muerte: “Rockdrigo murió de una sobredosis de cemento”. Sí, el 19 de septiembre de 1985, le cayeron 30 toneladas encima y no aguantó. Desde entonces la tierra y él fueron uno. Se dice que poco antes de fallecer estaba en pláticas con una discográfica reconocida de este país para grabar un disco, pero como también lo dijimos, esos son secretos que Gonzales se llevó a la tumba.
De Rockdrigo quedó poquísimo, y casi todo en voz de quienes tuvieron la suerte de pasar ratos a su lado. Se perdió mucho: en sus propias palabras, para el año 1984 había escrito más de 150 canciones, pero sólo se ha podido rescatar cerca de 40, mismas que ya se encuentran en YouTube y Spotify, entre las que destacan: “Ama de casa un poco triste”, “El campeón”, “Distante instante”, “Máquina del tiempo”, “Balada del asalariado”, etc.
Recientemente el Gobierno de Tamaulipas y Conaculta editaron el libro Rockdrigo González, el sacerdote rupestre, para recordar al desaparecido músico. En él se encuentran la biografía del mítico rolero y algunas anécdotas entorno de él, que destacan por su añoranza y nostalgia del México que pereció con el terremoto del 85, y el ángel de los jóvenes que vieron renacer a este país: Alejandro Arteaga, Arando Verga Gil, Nora de la Cruz, Sylvia Aguilar Zéleny, Jesús Vicente García, Brenda Ríos y su hija, la escritora, crítica social y cronista urbana Amanda Lalena, mejor conocida como Amandititita, dibujan un libro bellísimo de la obra del Profeta del Nopal.
Por último, si escuchamos la que seguramente es su canción más reconocida y laureada, “No tengo tiempo”, podremos encontrar en su letra e interpretación la angustia de un artista que como a muchos le pesaba el arte de vivir. Además de la nostalgia de saber que una estrella de su magnitud se fue sin saber tal vez lo que llegaría a ser y, para muestra, este fragmento de su letra:
Cabalgo sobre sueños, innecesarios y rotos
prisionero iluso, de esta selva cotidiana.
Y como hoja seca, que vaga en el viento
vuelo imaginario, sobre historias de concreto.
Navego en el mar, de las cosas exactas
voy clavado en momentos, de semánticas gastadas.
Y cual si fuera una nube, esculpida en el cielo
dibujo satisfecho, mis huellas en el invierno.
Ya que yo, no tengo tiempo de cambiar mi vida
la máquina me ha vuelto una sombra borrosa
y aunque soy la misma tuerca que ha negado tus ojos
sé que aún tengo tiempo para atracar en un puerto.
***
Comenzar una pelea encarnizada sobre qué momento del rock nacional es mejor equivale a negarnos a esa evolución tan necesaria del música.