‘The man who sold the world‘ nos voló la cabeza a muchos —como si se tratara de una metáfora por la trágica forma en la que se suicidó Kurt— y determinó el género de música que algunos escucharíamos toda la vida. Tenía nueve años cuando escuché por primera vez a Nirvana, el cover a David Bowie venía en un CD single del MTV Unplugged, dentro de un estéreo de un cliente de mi papá. Nunca lo olvidaré.
En aquella época, mi padre tenía un taller de electrónica, con frecuencia desfilaban por la casa televisores, estéreos, radios y reproductores VHS o BETA, algunos microondas y otros aparatos de diferentes modelos con el objetivo de repararlos. Aquel estéreo lo recuerdo muy bien: era grande y moderno, para ese entonces en México todavía no vendían aquellos con la capacidad para cinco CD’s…
Son las cuatro y media de la mañana, tengo alrededor de una hora despierto, en treinta minutos más debo levantarme de la cama, bañarme y preparar las cosa para el trabajo. La canción termina pero la repito. Mi mente vuelve a ese recuerdo que jamás he olvidado a pesar de tener mala memoria. Aún tengo presente la imagen del disco plateado con el nombre impreso en Times New Noman y en negritas: Nirvana, debajo del hub ‘The man who sold the world, David Bowie’ y con una duración de 3:48 minutos, que nunca pude escuchar hasta el final porque el disco estaba rayado en el minuto 3:12.
En 1995 no era fácil tener Internet, mucho menos en un pueblo pequeño a hora y media de la Ciudad de México; la música siempre llegaba a través de la radio; además, a los nueve años apenas sabía de la existencia del inglés, así que el nombre de Nirvana me resultaba por completo desconocido. La única fuente de información a la mano era un pequeño Larousse de mil 673 hojas —que todavía está en el librero de casa de mis padres—, en el cual pude buscar el significado de la palabra Nirvana: “m. En el budismo, ahondamiento final del individuo en la esencia divina”. Y aunque lo entendí mucho tiempo después, había descubierto la iluminación divina y eso me había volado la cabeza; claro, el resto de palabras nunca las hallé en aquel libro.
Presiono el botón de replay por quinta o novena ocasión: los aplausos, la guitarra acústica ligeramente distorsionada, una segunda guitarra entra a la par del bajo, un silencio parecido a un suspiro y, justo después, el primer verso adormilado y ronco que emite la garganta de Kurt Cobain. Aquella canción la escucharía miles de veces más durante un año, pero antes de que parara, volvía al minuto 3:05 para alargar el solo de guitarra del final hasta el hartazgo. Al año siguiente, fui de vacaciones a casa de mis primos en la ciudad, descubrimos el canal MTV y pasamos todo el verano viendo videos. No sabía aún qué era un unplugged, quién era David Bowie, qué significaba ‘The man who sold the world’ y, por supuesto, tampoco quién era Nirvana…
Esta mañana, quizá por la nostalgia o el recuerdo, repetí la canción, al menos, unas 50 veces mientras me alistaba para dirigirme al trabajo. No podía parar de escucharla. Mi primer disco single original lo había robado de un estéreo de un desconocido, lo atesoré durante mucho tiempo e incluso después de comprar el Unplugged completo. Fue un disco que me formó con una sola canción. Un disco que me robaron en el porta CD’s que cargaba a lado del discman… Sí, el karma siempre regresa.
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Esta es la historia del hombre que intentó salvar a Kurt Cobain y falló en el intento. Además, descubre la faceta como pintor que no conocías de esta leyenda de la música.