No sé ustedes, pero yo estoy hasta la madre de la gente requetecontra positiva que pulula por todos lados -ver, las redes- diciéndonos todas las cosas únicas/increíbles/maravillosas/fantásticas/nuncaantesvistas que podemos hacer ahora que la vida nos puso en pausa.
Desde siempre he tenido cierto repeluz a la gente que presume una superioridad moral porque se jura más eficiente y productiva que los demás. Recuerdo una jefa-amiga que tuve durante muchos años y que siempre me presumía cómo, cuando yo apenas me iba levantando, ella ya había hecho yoga mirando el amanecer, se había metido un licuado de espirulina -orgánica, si no, qué chiste-, había repasado al derecho y al revés los sonetos escritos en sánscrito de no sé quién, y además había llegado a la oficina tan, pero tan temprano, que su auto fue el primero en ocupar los lugares de estacionamiento.
“Ah, ok”, pensaba yo, mientras me daba un poco de culpa el hecho de que no me diera nada de culpa su afán de hacerme sentir menos porque no tuve la bendición de ser tocada con la varita mágica del hada madrugadora.
Bueno pues ahora con la pandemia todos esos optimistas proactivos cuyo optimista y proactividad acaba por ser tóxico -es que eso del optimismo es como el cloro: en su justa medida salva vidas, pero en exceso, es letal- han salido como debajo de las piedras y se han multiplicado en tribus para decirnos que ahora es cuando.
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Ahora es cuando debemos leer libros, pintar la casa, realizar ese proyecto, bajar de peso, mantenernos serenos, meditar, aprender a cocinar, ver “El secreto”, auto conocernos, convivir con los demonios, demostrar que somos tan productivos que con todo el tiempo que -dicen- nos sobra podemos construir una ciudad completa.
Y luego viene el juicio: y si no lo haces -dicen mientras te señalan con su acusador dedo de la superioridad- entonces este revés de la vida no te sirvió para nada.
¡Ay ya, por dios! Pareciera que ser madrugador, disciplinado y productivo nada más sirve para presumírselo a aquellos que han cometido el pecado de que el medio día los agarre sin bañarse, pegados a la computadora y con tres tazas de café encima porque aún desde casa, la vida puede complicarse.
Desde siempre he tenido la idea de que en este país reina la cultura del sacrificio por encima de la cultura del esfuerzo. Comer rico es pecado porque engorda, comer dulces es pecado porque mata, pasarla bien es pecado porque a este valle de lágrimas se vino a sufrir; pareciera que darnos esos pequeños placeres que nos van construyendo no vale gran cosa porque ahora resulta que hay quienes dicen que tenemos que salir de la cuarentena hechos unos titanes.
Miren, almas benditas, hagan lo que quieran pero tengan la bondad de no mandar un meme más diciéndonos lo poco que valemos si no construimos una torre de fichas de dominó. Aquí cada quien va a su ritmo, cada quien hace lo que puede con lo que tiene y, si bien es cierto que no soy la reina de los amaneceres, he sido durante años una persona productiva y responsable (sigo haciendo todo tipo de actividades diarias) a pesar de no levantarme a las 5 de la mañana a alinear mis chakras mientras abrazo árboles.
Y, aclaro, no digo que esté mal: cada quien encuentra sus propias fuentes de placer. Lo que está mal es que pensemos que porque la gente no aprovecha estos días de encierro para no sé que cosas de la evolución, no valen nada. Además, díganme si miento: quienes de verdad hemos pasado por un proceso íntimo e interno, y hemos atravesado laberintos llenos de demonios para ser lo que hoy somos, no tenemos necesidad de andarlo gritando a los cuatro vientos, ¿o sí?
¡FELICES PASOS!
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