Por: Gabriela Meschoulam
Ya sé que no es momento para ponerme a escribir sobre cosas tan insignificantes, entiendo que muchos pueden sentirse relacionados pero que a pocos les importa; y estoy consciente de que no puedo llegar de un día a otro, chasquear mis dedos, y cambiar la mentalidad que lleva años formándose y que cada día se vuelve más arraigada en nuestra sociedad. Yo sé que la “educación” es un principio de vida, un pilar y una base de nuestro comportamiento, puedo comprender que es necesaria, incluso indispensable para lograr mantener una sociedad. La “educación” es el principio de cualquier gran acción que será recordada, de cualquier gran descubrimiento o innovación que cambia la cotidianidad del ser humano cada segundo de nuestra existencia. Yo sé que la “educación” puede significar un antes y un después en la vida de una persona y puede brindar herramientas, límites e incluso dirección hacia cualquier meta que alguien quisiera cumplir; pero también sé que tuve que utilizar la palabra educación escrita entre comillas porque la educación formal ya no cumple con su definición.
Yo sé que la educación está averiada, y que sufre golpes permanentes con cada lágrima que derrama un niño por haber reprobado una materia o con cada libro que cae al suelo y hace retumbar el sonido de una niña rindiéndose; a la educación le duele cuando mandan a los “flojos” a extraordinario y le duele cuando un maestro no revisa los trabajos de la alumna estrella por que sabe que están bien, se escucha el llanto de la educación cuando un niño no es escuchado y cuando una niña recibe una mala calificación por el simple hecho de “ser distraída”; La educación pide ayuda a gritos cuando un niño no sabe lo que quisiera ser de grande porque le han enseñado a replicar en vez de a crear, la educación sufre cuando alguien que la ejerce busca formar mentalidades iguales en sus alumnos; pero la educación muere cuando todos siguen un mismo patrón e ignoran el hecho de que probablemente algo está mal.
Existen personas que luchan por sanarla, algunas solo la cubren y esconden verdades como si fuesen vendajes, tapan sus heridas; otras son las vacunas y el antibiótico de la educación. Aquellos que buscan encubrir el dolor de la educación, defienden sus fallas con argumentos vagos, sin embargo, autoritarios. Piensan que inferiorizar a los alumnos utilizando “el conocimiento” es la respuesta al problema de por qué los niños no aprenden; se alimentan del silencio cuando nadie logró contestar la pregunta que hicieron en clase, expulsan a los de bajo promedio porque no son lo suficientemente buenos para seguir estudiando, encuentran errores insignificantes en trabajos ejemplares solo para no otorgar calificaciones demasiado buenas y eliminan la palabra “congruencia” de su vocabulario al evaluar.
Por ejemplo, quitarle a un alumno su derecho a realizar el examen porque no contaba con el material requerido, -¡¿Cómo pudo este alumno atreverse a contestar con pluma negra en vez de pluma azul?! Merece reprobar la materia y presentar un examen extraordinario-, -Alicia, tu trabajo era excelente, pero el mail me llegó dos minutos pasados del horario límite, tendré que calificarte sobre ocho-. Son comunes las ocasiones en que el criterio utilizado para calificar examina aspectos sin sentido pero con un lenguaje tan elegante que suena razonable, como, “tu actitud en torno al aprendizaje” o “tu búsqueda de conocimiento extracurricular” (yo tampoco entiendo todavía lo que significan), también las etiquetas que estos maestros colocan a sus alumnos, ya sea a partir de las primeras calificaciones que les dan (las cuales se convierten en el resto, como un patrón definido), su comportamiento, manera de pensar o incluso factores menos relevantes como la forma de vestir del alumno, la manera en la que se sienta en una silla, el nombre de sus hermanos o el cuidado que le da a sus lápices y cuadernos. Cuando tienes una etiqueta, se vuelve casi imposible cambiar la manera en la que uno de estos maestros te observa, evalúa y califica.
Sobre la segunda selección de individuos involucrados en la educación, hay muchas cosas que decir, que agradecer y que afirmar, pues soy testigo de su existencia. Las personas que curan la educación con cada una de sus acciones y decisiones en el campo merecen toda mi admiración. He estado rodeada de varias de estas personas durante mis años como estudiante y son una de las tres razones por las que nunca dejé la escuela. Pudieron haber sido maestros, directores, instructores, tutores, trabajadores de limpieza, jardineros, secretarios, bibliotecarios o cualquier otro oficio cuya función está dirigida a los niños en una escuela. Estas personas lo saben, ellos saben que algo está mal, observan las sonrisas, las carcajadas, el enojo y las lágrimas de cada niño durante sus años en la escuela, lo entienden, y con el simple hecho de entenderlo, mantienen a la educación con vida.
Las tres razones por las que nunca dejé la escuela (hasta el momento) son: razón número uno: mis amigos, aquellas personas a quienes tengo la obligación de ver cada día y sin embargo no me canso de hacerlo, razón número dos: los maestros que han cambiado mi vida y me han enseñado que luchar en contra de un sistema no es fácil, sin embargo vale la pena hacerlo y por último la razón número tres: porque mis padres no me lo permiten.
Si de algo estoy segura que aprendí durante mis años en la escuela, es que el conocimiento es relativo; saber una variada cantidad de nombres y fechas puede servirte en la vida y puede no hacerlo, saber copiar un examen o improvisar una tarea en el camión puede tener el mismo valor, entender la solidaridad, persistencia y otros valores no es menos importante que las partes de una célula. Entender ecuaciones y pasar exámenes no predominan sobre el valor educativo que tiene el saber ayudar a alguien más. La educación sufre cuando lo anterior es ignorado en los colegios, y solo lo que alguién puede memorizar y traspasar a una hoja de papel es valorado.
La educación siente cuando un niño es evaluado injusta o incongruentemente, sin embargo a todos nos ha sucedido y a algunos probablemente no nos ha terminado de suceder.
“Eres como un personaje del siglo XIX, de esos grandiosos poetas rebeldes que iban en contra de la sociedad y que tenían ideas muy diferentes, pero, te voy a decir una cosa, la mayoría de esos poetas acabaron suicidándose o muriendo jóvenes por alguna razón. Nosotros tus maestros no queremos que seas un personaje del siglo XIX, queremos ayudarte para que seas una niña del año 2020”
A la educación le dolió mucho cuando me dijeron eso, sigue teniendo varios moretones. Hay estudiantes que se ven realmente afectados cuando la educación enferma, algunos solo sufren un raspón. Cualquiera que sea la circunstancia, ésta nos aleja del impulso a seguir estudiando. Aún así, eso no significa que hemos dejado de aprender. Aprendemos cada día, con cada detalle, con cada palabra, enunciado o sermón que podamos escuchar. Sabemos que existen soluciones. Es solo cosa de no dejar de nadar contra corriente, para seguir curando a la educación, porque espero que algún día dejemos de tener la necesidad de continuar luchando.
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*Las columnas de opinión de Cultura Colectiva reflejan sólo el punto de vista del autor.