Quizás ya no sean tantas las personas que se dejan ver por la calle portando una camiseta de Nirvana. Quienes crecieron en su adolescencia bajo el cobijo del rock alternativo o grunge quizá hayan cambiado sus camisetas con la portada del disco Smells Like Teen Spirit por una aburrida polo o por una camisa bien planchada con corbata. Quizás simplemente han dejado de lado esas camisetas por simple acto reflejo. Ello no quiere decir que el mundo se haya olvidado de Nirvana y mucho menos de su líder Kurt Cobain. Veinticinco años son poco tiempo para que una figura de su tamaño quede olvidada en el sótano de los recuerdos.
Kurt Cobain quería titular el último disco de Nirvana “I hate myself and want to die” (“Me odio y quiero morir”). Al final se quedó como In Utero (1993), un título mucho más elegante y apropiado. El líder de la más famosa de todas las bandas que conformaron el movimiento grunge era un tipo de sombrío carácter y lleno de conflictos consigo mismo y la vida.
La versión oficial de la muerte de Cobain es que se disparó con una escopeta en el invernadero de su residencia ubicada en el número 171 del bulevar Lake Washington en el distrito de Madrona, en Seattle. Fue el técnico electricista Gary Smith quien halló el cuerpo del guitarrista la mañana del 8 de abril de 1994 cuando llegó a trabajar para instalar un sistema de seguridad. Cuando vio el cuerpo a través de los cristales del invernadero pensó que era un maniquí hasta que vio la sangre manando del lado derecho de la cabeza del cadáver. Kurt Cobain dejó un legado musical que sobrevive a 25 años de su muerte.
Hay poco que se pueda decir sobre uno de los músicos más atormentados, a la vez que deslumbrantes, en la historia del rock. Todos sus discos han sido escuchados de manera religiosa por sus fanáticos. Se han grabado decenas de documentales y películas que intentan dar una respuesta acertada sobre qué llevó al rubio cantante a acabar con su vida, dejando a una niña, Frances Bean Cobain, cuando ésta apenas tenía dos años, y a su esposa Courtney Love, señalada por muchos como la responsable (¿material?, ¿intelectual?) de la muerte de su marido. Lo más probable es que jamás se sepa en realidad quién mató a Cobain.
El mundo ha cambiado, y mucho, en estos 25 años, tras la muerte del autor de joyas como “In Bloom”, “Pennyroyal Tea”, “About a Girl” o “Come As You Are”. El mundo se ha transformado poco para bien y mucho para mal. Y es más que probable que aquella desilusión de Cobain por la vida siguiera intacta si se encontrara vivo entre nosotros. Su rostro de ángel cansado, resignado, su cuerpo frágil, su cabello rubio y caído, sus pantalones desgarrados y sus tenis sucios fueron y seguirían siendo muestra irrefutable de la melancolía y el vacío que rodea nuestra sociedad.
Puede ser que el mundo nos devore de manera vertiginosa y nos dé escasas opciones para escapar. Que nos sintamos tan asfixiados y confusos como Kurt. Pero es ahí cuando la lucha por sobrevivir impera y surge el máximo legado de Nirvana y Cobain: una música que tocó a una generación y la hizo sentir una vibra especial, que la despertó de un letargo y la hizo sentirse entendida, comprendida, cobijada por los brazos de un ídolo que nunca lo quizo ser. Veinticinco años después esa música sigue intacta, pura y luminosa, lista para hablar por las generaciones actuales y hacerlos vibrar con sus notas.
Cobain quizás nunca pretendió cambiar el mundo. Aun así cuando su banda llegó al mundo dio un golpe de autoridad, rompiendo los moldes que se estaban fabricando en el mundo del rock. Nirvana y Cobain negaron todo lo que se estaba haciendo y expresaron con dolor lo que pesaba sobre sus almas. El escritor Joe Hill, hijo del célebre novelista de horror Stephen King, expresa su sentir sobre Nirvana: “¡Black Sabbath no me gusta absolutamente nada! Aunque el heavy clásico me encanta. Mi fijación por Nirvana es porque creo que destruyeron el estilo de los 80, ¡hicieron explosionar el átomo!”. En efecto, hubo un antes y un después de Nirvana.
Celebremos la vida y obra de Kurt sin repasar sus depresiones o los misterios de su muerte sino dejándonos envolver por la poderosa aura de Bleach, Nevermind o In Utero. Que Kurt no es sólo un mártir o una víctima sino un hombre que supo penetrar corazones a través de su concierto acústico donde paralizó al mundo con sus versiones de “Jesus Don´t Want Me For A Sunbeam” o “The Man Who Sold The World”, de The Vaselines y David Bowie, respectivamente.
Porque a 25 años del final de su vida, hoy Kurt más que ser sombra se ha convertido en luz. “Paz, amor y empatía”, dijo alguna vez. Que así sea…
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