Durante los “felices años veinte”, conquistar cualquier rincón del espacio aún se antojaba poco menos que imposible. A pesar de que los sueños del país más favorecido por el resultado del primer conflicto bélico del s. XX exigían alcanzar las estrellas, la cordura y el sentido común llamaban una y otra vez a conformarse con la realidad terrenal, que no era poca cosa.
La bonanza económica de la segunda década del XX pavimentó un terreno fértil para los sueños, la imaginación y por supuesto, para el desengaño que habría de acompañar al grueso de la sociedad norteamericana para el final de de ésta.
Desde tiempos inmemoriales, un objeto astronómico en especial captura la atención de cualquier soñador que por curiosidad o casualidad, se atreve a levantar la vista en una noche estrellada: la Luna. El satélite natural de la Tierra había sido visitado por el grueso de las culturas antiguas una y otra vez en la tradición oral ante el misterio de su ciclo; el propio Kepler inauguró la ciencia ficción con un viaje a la Luna que resultó ser un sueño y sin embargo, llegar hasta allá en una escalera infinita o en un globo aerostático parecían ideas tan descabelladas como propias de un futuro que aún no estaba al alcance de la mano.
Una imagen común en cada sesión fotográfica era el set de La Luna.
No importaba si se trataba de un hombre negro, de una mujer de los suburbios o de una mascota. Cualquiera con unos centavos en el bolsillo podía aspirar a conquistar la Luna de la forma que le resultara más conveniente, pues ¿a cuáles sino a este tipo de empresas se referían las promesas de los Padres Fundadores, cuando aseguraban que no había imposibles en la tierra de las oportunidades, de la libertad y de los valientes? Bastaba con acercarse al cartón en cuarto creciente con un pie en el suelo para ‘hacer tierra’, mirando fijamente hacia el horizonte o adueñándose de la escena con la naturalidad propia de un conquistador acostumbrado a recorrer sitios inhóspitos: el satélite natural de la Tierra era un imperativo que no podía faltar en la utilería de cualquier estudio fotográfico durante los veinte.
En el fondo, un conjunto tachonado de estrellas desproporcionadas y uno que otro planeta curioso completaban la composición fotográfica. Apenas hacía falta incluir un elemento particular que a manera de señal, expresara abiertamente a qué se debía el honor de posar sobre la superficie lunar en tal ocasión. Parejas de recién casados, jóvenes celebrando el simple hecho de serlo, perros y soñadores con una guitarra, actrices o bailarines de Charleston, nada resultaba demasiado extraño ni ajeno para la Luna, que lo había visto todo desde su posición privilegiada respecto a la Tierra.
Las fotografías son una expresión sincera y fidedigna de una década en la que cualquier cosa parecía realizable, un instante en la historia del país más poderoso del mundo donde cada persona parecía creer firmemente en tales principios, aunque fuera lo único que tuviera. No había que bajar la Luna para hacer realidad cualquier anhelo, porque si la Luna estaba al alcance de cualquiera, entonces ningún sueño resultaba demasiado grande como para renunciar a él, al menos hasta 1929.
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Referencia
Paper Moons