La muerte: ese misterio que nos acecha todos los días, a cada momento nos enfrentamos a ella y aunque la mayoría de las veces logramos evadirle, no debemos olvidar que siempre regresará. Puede que la próxima vez que nos topemos con ella sea la definitiva. ¿En realidad la muerte es el final? Se trata de una pregunta que nos hemos planteado durante mucho tiempo, ante la incapacidad humana para asimilarnos como seres finitos. Nuestra necesidad de permanencia en este mundo nos ha llevado a teorizar sobre la posibilidad de una “vida” después de la muerte.
Al no encontrar una respuesta lógica para este cuestionamiento y como reacción a nuestro miedo por desaparecer por completo, jugamos a ser Dios, tratando de frenar el ciclo natural de la vida y con él, evitando la muerte. En el siglo XIX, gracias a los avances relacionados en el campo de la electricidad, los ingenieros y médicos intentaron reanimar cadáveres a través de la administración de shocks eléctricos en sus terminales nerviosas. Pensaban que la cantidad correcta de energía podría regresarle la vida a los muertos. Estas prácticas inspiraron a Mary Shelley para la creación de su novela “Frankenstein” (1818).
Los métodos para saber si una persona estaba muerta o no eran demasiado obsoletos, desde pinzas para apretar pezones hasta repetir el nombre de la persona tres veces: ningún doctor estaba seguro de cómo determinar el deceso de una persona. Resulta que después de aplicar los métodos y confirmar el fallecimiento de un individuo, éste “volvía a la vida” incluso días después de ser declarado muerto. Estos “milagros de la ciencia” abrieron un nuevo debate en cuanto a la identificación de un cuerpo inerte y el umbral entre la vida y la muerte.
En 1846, la Academia de las Ciencias en París lanzó una convocatoria para determinar “el mejor trabajo sobre los signos de la muerte y los medios para prevenir los entierros prematuros”. La investigación que resultó ganadora fue la de Eugène Bouchut, quien afirmó que una señal irrefutable del deceso de un ser vivo, es el momento en que el corazón deja de latir.
En la década de 1950, mediante la electroencefalografía, los médicos alrededor del mundo comenzaron a reportar casos en los que sus pacientes diagnosticados como comatosos, aunque no mostraran ninguna actividad cerebral presentaban signos vitales normales. Dichos individuos se encontraban en un estado más allá del coma. Se trató del insólito descubrimiento de cadáveres de corazón latiente. Este hecho generó preguntas que derrumbaron casi 5 mil años de investigación médica.
Desde el siglo XIX existían reportes de “personas muertas” cuyo corazón siguió latiendo por horas, lo que ha llevó a científicos de todo el mundo a pensar que la muerte no es un proceso de un sólo paso, sino que el cuerpo va muriendo gradualmente, apagando uno por uno sus sistemas; algo así como una serie de pequeñas muertes.
Como no se ha descubierto una forma efectiva de reanudar la actividad cerebral en estos pacientes, los doctores han comenzado usarlos para diferentes tipos de estudios o procesos. Uno de ellos es la “gestión de donantes cadáveres”, esto con el objetivo de asegurar el éxito en los trasplantes; de hecho, se ha duplicado el número de órganos viables gracias a estos donantes.
Esta medida ha generado polémica entre quienes consideran que estas personas aún están con vida, pues –según este sector de la población– al extirparles los órganos en contra de su voluntad, los están asesinando. A pesar de la polémica, nadie está del todo seguro si estos individuos están vivos o muertos, pues como en palabras de Robert Veatch, del Instituto de Ética Kennedy: “escoger una definición de muerte es esencialmente una cuestión religiosa y psicológica. Lo único que podemos asegurar hasta el momento es que hasta que no se encuentre una cura a su padecimiento, estos individuos están ayudando a salvar vidas… quizás esa sea la única forma conocida, al menos hasta ahora, de vencer a la muerte.
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Fuente:
BBC
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