Después de una semana llena de estrés y obligaciones cotidianas, al fin quedas de verte con tu grupo de amigos de siempre para divertirse y charlar un rato. Con un poco de suerte, encuentran una mesa entre lo concurrido del lugar. Mientras esperan las bebidas, un silencio se apodera del instante. Alzas la cara y descubres el porqué de la situación: del grupo de cuatro, dos están sumergidos en su teléfono, con los brazos encogidos y la mirada hacia el piso. Tu amigo restante inicia una conversación entusiasta contigo y respondes con el mismo ánimo.
De repente, se lleva la mano a la bolsa del pantalón y con un movimiento ágil dibuja el patrón de desbloqueo de su celular. Sigue hablando, pero sus palabras comienzan a ser pausadas y en un segundo pierden toda coherencia, mientras su cara refleja el brillo de su pantalla. Te encuentras solo, rodeado de tus amigos y sus teléfonos móviles. A pesar de que crees se trata de mala educación, la inercia del grupo te lleva a hacer lo mismo y en un movimiento tan natural como absurdo, tomas tu teléfono y sin siquiera advertirlo, te encuentras deslizando tu pulgar una y otra vez sobre la pantalla para “descubrir” todo lo que te has perdido en la última media hora, antes de que llegaras al lugar. El phubbing se ha apoderado de tu grupo de amigos y de no poner un alto, no se irá jamás.
La escena se repite en el mismo contexto, pero con distintas personas, una y otra vez a lo largo de una semana. Cada encuentro que protagonizas con compañeros de trabajo, amigos, familiares e incluso tu pareja encuentra el mismo derrotero. Sin importar quién inicia –puede que ni siquiera te hayas dado cuenta por estar mirando el móvil–, alguien habrá de ignorar a los presentes y dedicará el resto de su atención al mundo virtual que despliega su teléfono celular.
Esta conducta, caracterizada por el desprecio al mundo real y a la interacción con quienes se encuentran alrededor se conoce como phubbing (un neologismo formado por phone y snubbing) y es un fenómeno que crece exponencialmente, con especial énfasis en la generación millennial, cuyos integrantes desarrollaron conciencia en las últimas dos décadas, un momento histórico en que la informática revolucionó al mundo y con él, a los canales de comunicación.
El propio Marx advertía hace casi dos siglos sobre un concepto que ronda toda la filosofía continental, la alienación: “la desvalorización del mundo humano crece en razón directa de la valorización del mundo de las cosas”, escribió en 1844 y a pesar de que no se refería de ninguna forma a nada similar al phubbing, el filósofo podía captar la esencia de todo cuanto se levanta sobre un mundo que se reproduce materialmente sobre la base de un sinfín de mercancías que en último término, modifican la conciencia.
La alienación responde a la extrañeza, enajenación y pérdida del objeto de una actividad humana (el trabajo). Se apodera del individuo y lejos de afirmarlo, niega su naturaleza y su realización con respecto al otro. De forma análoga, el auge de Internet y la posibilidad de llevar en el bolsillo prestaciones casi idénticas a las de una computadora y estar permanentemente conectado a la red, inauguró un espacio de escape de la realidad, de negación del contacto y la convivencia humana y al mismo tiempo, del otro.
Cada vez más, esta práctica se convierte en una escena común y al mismo tiempo, reflejo de la actualidad. El phubbing parece ser una salida sencilla para una generación que se forjó al calor de una ideología que responde al egoísmo, la competencia y la experiencia inmediata sobre todas las cosas.
Un mensaje de Whatsapp, un “Me gusta” en Facebook o un simple silencio pueden ser suficientes para que todo su interés en el contacto humano desaparezca de golpe y su atención se concentre en el par de pulgadas que ocupa la pantalla de su smartphone, en busca de recompensas y estímulos que parecen inalcanzables en la realidad.
La pérdida de la capacidad humana para interactuar cara a cara es un rasgo inherente de la decadencia del presente. Es obligación de cada persona comprender la diferencia entre estar conectado y comunicarse, aprender a utilizar la ciencia con un fin social y sobre todo, romper con el absurdo sesgo que impone la tecnología y la costumbre de expresarse únicamente mirando hacia abajo, con las manos juntas y los pulgares a toda velocidad.