La vasopresina es una hormona que se produce a gran escala durante el enamoramiento y, entre otras tareas, se encarga de crear poderosos vínculos de afinidad y pertenencia entre mamíferos. Su acción podría ser la responsable de un comportamiento monogámico y de fidelidad a una misma pareja.
Está demostrado que una cantidad elevada de receptores de vasopresina provoca recompensas neuronales asociadas con un estado de bienestar después de copular con el mismo individuo; el principio de la fidelidad. Al menos ésa es la reacción de los ratones de campo, naturalmente polígamos, cuando reciben un subidón de vasopresina en pruebas de laboratorio y centran toda su atención en la primera pareja sexual que encuentran, ignorando a todos los demás pretendientes.
Sin embargo, cuando se trata de relaciones humanas, la fidelidad no es tan sencilla como administrar una dosis de vasopresina para tener una relación exitosa y a prueba de todo. Ninguno de los estudios sobre la naturaleza de la sexualidad humana resulta concluyente para descubrir si la poligamia es parte de nuestra genética o bien, si es el principio evolutivo quien nos conduce a tener una sola pareja sexual.
A falta de una respuesta satisfactoria, de la vida animal se desprende una sutil pero reveladora pista: menos del 5 % de las especies de mamíferos son monógamas, suficiente para pensarnos dos veces si la familia, el noviazgo y otros roles que permean la sexualidad en el presente responden a una noción enteramente social, relacionada con la propiedad y la herencia.
Después de una infidelidad es muy probable que aun la relación más perfecta termine en fracaso. No hace falta ser un especialista en biología evolutiva para saberlo, pero la ciencia ofrece una premisa contundente más allá de la obviedad al respecto: Quienes fueron infieles en una relación anterior, son tres veces más propensos a serlo en su relación actual.
Esta es la conclusión de “Once a Cheater, Always a Cheater?” un estudio a largo plazo de la Universidad de Denver publicado en los Archives of Sexual Behavior que siguió de cerca a 484 personas que fueron infieles en una relación previa para saber cuán propensas eran a repetir el mismo patrón con una nueva pareja. Más allá de la conclusión propia de cualquiera con experiencia en fracasos amorosos, una pregunta esencial roba la atención:
¿Por qué quienes fueron infieles una vez volverán a serlo?
Una de las posibles respuestas puede esbozarse a partir de la forma en que nuestro cerebro se encarga de procesar sentimientos complejos como la culpa, el arrepentimiento y la deshonestidad.
Nuestra conducta está guiada a partir de un código moral marcado por un sinfín de aspectos sociales y culturales, los cuales indican lo que está bien o mal según factores tan amplios como la educación, las expectativas personales y los valores en turno de cada sociedad. Cuando una acción va en contra de los principios establecidos y aceptados como deseables, suele ser descalificada tanto por el grueso de los individuos que forman parte del colectivo, como por el propio individuo.
Entonces aparecen estímulos negativos que traducidos a sentimientos, provocan culpa, arrepentimiento y un sabor amargo que añade un antecedente negativo para no volver a cometer tal acción. Sin embargo, en la lógica de la infidelidad ocurre algo distinto:
A pesar de que cualquier persona involucrada en una relación sabe que engañar a su pareja está mal, una vez que alguien cruza la línea de la infidelidad, difícilmente habrá vuelta atrás. El cerebro posee la capacidad de adaptarse a la deshonestidad, pues aprender a mentir ha funcionado a través de la historia evolutiva de la humanidad como un mecanismo efectivo de supervivencia.
A partir de este principio, el sistema nervioso central puede moldearse para reducir los estímulos negativos asociados con la deshonestidad. Conforme las reacciones emocionales desagradables disminuyen, el cerebro se adapta a actuar bajo criterios deshonestos y la ansiedad, culpa o el arrepentimiento que antes funcionaban como una barrera para evitar hacerlo, no lo son más.
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