Cuando mencionamos a las selfies como el siguiente gran paso del autorretrato en la fotografía o una de las tantas prácticas seculares al arte institucionalizado, se nos suele decir que somos unos exagerados, unos millennials sin sentido o sujetos carentes de sentido en la cultura. Lo que esas personas no saben –quienes se postulan en detrimento a estas ideas– es que justamente toda la performática que se ha desarrollado en torno a la cámara de bolsillo y los diversos dispositivos electrónicos que le guardan ha creado también un nuevo direccionamiento cultural que no sólo descansa en la vida digital o el entretenimiento cuasiadolescente, sino que influye en distintas prácticas en sentido artístico y social.
En el terreno del arte, por supuesto, como un subgénero inconsciente de sus alcances y en el ámbito de las relaciones humanas como un acto que legitimiza la presencia de una persona en las esferas de lo electrónico y las formalizaciones de lo físico. El Dr. Lev Manovich, experto en arte digital y catedrático en ciencias computacionales, dirige un programa llamado Selfiecity, el cual investiga dicho fenómeno a partir de un ejercicio interdisciplinario donde teoría, estética y métodos cuantificacionales arrojan resultados sobre determinadas demografías y actitudes en quienes toman este tipo de imágenes.
Entre todas las conclusiones que se advierten tras esta exploración resalta el hecho de que las selfies se toman menos de lo que creemos. Aquellos que posan para estas fotos en su mayoría son mujeres, no son estrictamente jóvenes, no siempre salen sonriendo y es posible medir los comportamientos de tales modelos en cuanto a grados de inclinación, ángulo de toma y dirección de mirada. Todo esto se conjuga en deducciones asombrosas que revelan exactamente en qué lugares del planeta se tiene una actividad o una actitud más feliz, seria o apesadumbrada.
Datos que si los llevamos a un universo externo, a un plano fuera de los dispositivos, pueden arrojarnos luz sobre las intenciones, expectativas o intereses que mueven a miles de personas en el día a día; es decir, las selfies que vemos en Instagram o Facebook no se mantienen sólo como capturas aisladas, sino como un síntoma incuestionable de las diversas relaciones que se tienen cual seres humanos con el mundo. Por ejemplo, gracias a estas mediciones podemos decir que en Bangkok hay más gente sonriendo que en Moscú.
Así, somos conscientes incluso de la tonalidad con que se ve, pero también se percibe al planeta que nos embarga; del espectro cromático que atraviesa cualquiera de nuestras acciones, de los colores con que se prefiere protagonizar la narrativa de lo vivido, así como la calidez y frialdad con que tomamos registro de quiénes somos. Según estos nuevos miramientos en la ciencia, la intensidad colorida que gobierna en nuestras selfies está íntimamente relacionada con los grados de felicidad o tristeza, de satisfacción o insatisfacción, de soltura o abigarramiento que rige en el propio acontecer.
Por ejemplo, en las escalas que maneja Selfiecity es posible ver que las fotos con menos gente sonriente efectivamente son en blanco y negro, pero de igual forma existen a color con filtros demasiado brillantes, pálidos, sepias, ocres y de alta saturación. En el caso contrario, la gente de alegre expresión prefiere cuadros de calidez, tintes rosados, colores radiantes y filtros muy pulcros.
Siguiendo esa misma línea, ¿qué sucedería si los colores del entorno viajaran al dispositivo y de éste volvieran al exterior?, o ¿si fuésemos capaces de proyectar el mood de una fotografía digital en una suerte de comportamiento exacerbado y diario? Propuesta interesante tiene al respecto Alcatel con uno de los dispositivos más millennial e interactivos en el mercado actual: el A5. Un teléfono celular con un case lumínico que recuerda en cierta medida a James Turrell y que a partir de luces LED y una detección de tonos en nuestras fotos, los colores del derredor o una programación de identidad de contacto, adquiere un carácter lúdico de proyección refulgente que maximiza la personalidad de quien le porta.
Como una extensión del carácter en cada usuario, A5 es un teléfono con la capacidad de imprimir en el ojo no-digital las emociones y perspectivas que cada uno de nosotros guarda y que luchamos tanto en la contemporaneidad por compartir con los otros. De esta manera, Alcatel apuesta por una extrema visibilidad de lo que se guarda en nuestras carpetas fotográficas o las predilecciones tonales que tenemos sobre la vida.