Sabemos que existen dos tipos de personas en este mundo, aquellas que ni bien suena su alarma —o sale el sol— están listos para levantarse de cama y dar inicio a sus actividades y muchas otras que necesitan de múltiples alarmas para hacerlo, al tiempo que no tienen problema alguno en permanecer despiertos a altas horas de la noche.
Ya sea por algún tipo de trastorno de sueño, el trabajo o costumbre, millones de personas suelen llevar una vida más nocturna que diurna y esto se debe a los ciclos cicardianos, que nos permiten adecuarnos a una rutina en particular.
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Los ciclos circadianos –en los términos más simples– son los cambios que ocurren en nuestro cuerpo de acuerdo a la variación de la luz solar y la oscuridad de la noche. Al ciclo se asocian otros procesos que ocurren en nuestro organismo, como la producción de melatonina cuando la luz disminuye, la cual provoca somnolencia.
Debido a este proceso natural, parece lógico que en el siglo XIX se estableciera que las jornadas de trabajo fueran diurnas y según el país, que cubrieran un horario de 9 a 5; sin embargo, muchas veces estas jornadas no responden a lo que nuestro cuerpo dicta.
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Para probarlo, la investigadora Elise Facer-Childs y su equipo analizaron los patrones de sueño de 38 personas, midiendo sus niveles de melatonina y cortisol —la hormona del estrés— durante el sueño, así como su nivel de somnolencia durante el día. Los resultados mostraron que aquellas personas que se identificaban a sí mismas como personas madrugadoras o mañaneras, tenían una actividad funcional cerebral en estado de reposo mayor, lo cual se traducía a una mayor atención y menos somnolencia durante el día.
Por otro lado, aquellos que son más activos durante la noche mostraron que sus niveles de cortisol y melatonina se elevaron hasta tres o cuatro horas después de los demás. A su vez, un estudio publicado en Nature muestra que lo que define si una persona es predominantemente diurna o nocturna está en sus genes. En realidad, aquello que determina nuestros ciclos circadianos son los genes y esto puede provocar una diferencia de hasta 25 minutos en el despertar “natural” de una y otra persona.
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Tomando en consideración que nuestro reloj interno varía, entonces parece mucho más lógica la pregunta eterna sobre por qué nos cuesta tanto despertar, al tiempo que surgen serias preguntas sobre cómo hemos definido nuestras tareas diarias y cómo un ritmo contrario al de nuestra biología puede afectar nuestra salud, en particular la mental.
«Me doy cuenta que tenemos la necesidad de una rutina más o menos rígida, pero ser capaz de tomar en cuenta estas diferencias individuales y permitirle a las personas un par de horas de flexibilidad podría tener un impacto considerable». Admite, Facer-Childs.
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