Estás dormido. Esto que estás leyendo es producto de tu mente, no existe fuera de ti. Haz memoria. Te ha pasado antes, muchas veces. Te encuentras en una casa, en la calle, en tu trabajo. Estás con alguien, hablas con él. Caminas, hueles, subes y bajas escaleras, estás viviendo. Así como ahora. ¿Cuántas veces te ha engañado tu mente a tal punto que no sabes distinguir la diferencia entre el sueño y la vigilia?
El asunto no es nuevo en lo absoluto. Ya René Descartes había reparado en esta dificultad y la externó en Meditaciones Metafísicas, un libro que fue de vital importancia para toda la filosofía moderna y contemporánea. La intención de este filósofo francés no es dudar de todo, tampoco instaurar el escepticismo radical en el mundo. Lo que intenta —y deja claro desde El discurso del método— es formar las bases sólidas de todo conocimiento. ¿Cómo? Dudando, en principio, de todo lo que ha creído antes.
Se trata de rechazar de facto todo aquello en lo que quepa el menor resquicio de duda, no cosa por cosa, comenzando por los sentidos. Al final de este imprescindible texto, Descartes concluirá que, tras varios argumentos, ha conseguido demostrar la existencia de Dios; un ser benigno y providente que no permitiría que fuéramos engañados por un “genio maligno” que nos engañara todo el tiempo sobre todas las cosas.
Aunque en el sentido lógico, el argumento es consistente, previamente Descartes deja a sus lectores dando tumbos sobre una cuestión; ¿de verdad se puede estar seguro de no estar soñando?, ¿cómo puede constar la existencia de cualquier cosa fuera de uno mismo?
«Con todo, debo considerar aquí que soy hombre y, por consiguiente, que tengo costumbre de dormir y de representarme en sueños las mismas cosas, y a veces cosas menos verosímiles, que esos insensatos cuando están despiertos. ¡Cuántas veces no me habrá ocurrido soñar, por la noche, que estaba aquí mismo, vestido, junto al fuego, estando en realidad desnudo y en la cama!»
El tema fue retomado por teóricos posteriores, entre ellos Hilary Putnam, quien propuso un experimento que llevó más allá la duda sobre el mundo exterior. Él sostuvo que si un cerebro estuviera dentro de una cubeta que lo mantuviera con vida mientras “un científico loco” le proporcionara estímulos, el órgano podría tener sensaciones y pensamientos como si se tratara del mundo real. El cerebro en cuestión no podría percibir la diferencia de estar en un cuerpo normal teniendo sensaciones del mundo exterior, o como de hecho está: excluido y manipulado. El filósofo e informático estadounidense lo lleva más lejos:
«En lugar de imaginar un sólo cerebro sometido a esa reclusión, podríamos suponer que todos los cerebros humanos, y por añadidura, los de los seres pensantes en general, podrían ser cerebros encerrados en sus cápsulas. ¿Existiría alguien vigilando? … ¿O el Universo podría estar compuesto de cadenas interminables de estos cerebros, en una especie de gran fábrica de emociones? Todos unidos en una ilusión colectiva».
Más allá de estas importantes aportaciones al campo de la epistemología, es interesante comprender cómo este tipo de cuestiones —que se toman como ajenas, extrañas— son sumamente personales.
No puede constarte que el mundo exista más allá de tus percepciones. Quizá el mundo “de allá afuera” es el mundo de adentro, uno en el que crees porque lo creaste. ¿Quién podría desmentirlo?, ¿que alguien te dijera: “te engañas, soy real”? Aunque esta persona te tocara, te pellizcara, o hiciera malabares delante de ti, bien podrías decir “quizá no es real y esas sensaciones me las estoy creando yo”.
No hay pues, un argumento que pruebe que no estás sólo en el Universo, o que estés en un coma profundo imaginando que todo esto es real, o sea una siesta de 20 minutos de un día cansado, o que tu cerebro no esté en una cubeta.
¿Por qué es importante plantearse este tipo de cuestiones a riesgo de parecer locos? No es para caer en un tipo de paranoia, sino para replantearse qué tanta seguridad hay en los asideros formados durante toda la vida. Además, para reconocer que la manera en la que interpretas el mundo surge de ti mismo, de la manera en que lo percibes.
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