Descubrí que nada vuelve; ningún momento, ningún sabor, ni siquiera aquella ducha de agua caliente que me devolvió hasta el alma aquella noche en el Chaco. No vuelven las tristezas porque viajando de vez en cuando te encuentras con muchas de ellas. No vuelven aquellos niños que ansiosos nos esperaban para que les regaláramos un poco de nuestro tiempo en Tonsupa, que los sacáramos de aquella realidad tan llena de violencia. No vuelven las montañas que con su inmensidad más de una vez me dejaron sin aliento. No vuelve aquel seco de pollo que con tanta ilusión nos regaló Don Luis. No vuelven esos momentos en los que creí estar sola y estuve acompañada de personas que ni siquiera conocía y que me regalaron lo más bonito de ellos. Confieso que al viajar has de aprender a soltar. Soltar momentos, soltar tristezas, soltar máscaras, soltar planes, soltar ilusiones. Confieso que he tenido miedo más de una vez, cuando a las tres de la mañana me bajaba en una terminal de una nueva ciudad, completamente perdida buscando lo más barato para dormir. Confieso que maldije a aquellos hombres que insinuaron pagar por mi cuerpo para “ayudarme a seguir viajando”.
Confieso que odio cruzar fronteras, son un límite lleno de burocracia e ignorancia que nos separan los unos de los otros; sin embargo, cada una de ellas me llevó a sorprenderme cuando a tan sólo unos pasos de un país y otro, todo comenzaba a cambiar.
Confieso que dudé de estar haciendo lo correcto, que dejé entrar a esos demonios y por momentos permití que contaminaran mi camino, también confieso que los vencí. Confieso que me he encontrado con realidades tan duales en cuestión de semanas y pasé noches enteras donde ni siquiera imaginé, donde no hay agua para después caer en algún centro comercial con gente que ignora esto.
Confieso que hay días en los que quiero tirar la toalla, en los que la plata no alcanza y el cansancio no motiva. Días en los que te sientes perdido y no sabes qué hacer, pero también confieso que es hermoso saber que esos días no duran más que un momento y que después todo vuelve a su centro. Porque confieso que este sueño es tan mío que nada lo puede dañar.
Confieso que me dolió soltar; que el camino te pone hermosas personas para que aprendas, y que cada tanto aprendes a decirles adiós, porque quien viaja con una mochila sabe que nada es para siempre, y que todo cambia constantemente.
“¿Qué esperamos? ¿Por qué esperamos?
Uno se tiene que ocupar de sí mismo, de su cabeza, de su corazón…”
Confieso que más de una vez me agarró pánico escénico, cuando tuve que irle a ofrecer, lo que fuera que en ese momento vendiera, a gente en la que me vi reflejada; gente preocupada por cosas sin sentido, juzgando sin motivo, caminando sin vivir. Confieso que los odié también, así como me odié a mi misma al recordar cómo yo también, cuando alguien se me acercaba a venderme lo que fuere, contestaba que “no”, encaprichada, “pero señor, no tengo pulgas, y si no quiere comprar ¿Me regala una sonrisa aunque sea?”. Confieso que este mundo ya está hecho mierda, para que nosotros continuemos alimentando eso. Y sí, confieso que me quité el ego, las máscaras, los prejuicios que encadenan, los miedos, me quité tanto peso de encima que en momentos creí volar, creí tocar las estrellas. Me quité el peso de una sociedad que te exige ser lo que ellos esperan, que no te deja cuestionar, que no te permite reinventarte; me quité el peso de la gente que me decía “estás loca”, me quité el peso de generaciones que viven sin vivir y mueren sin sentir.
Confieso que lo más hermoso que hay en esta vida es gratis, y que compartir cuando menos tienes es maravilloso; saber que tu presupuesto alcanza para un día aligera, y cuando regalas a quien lo necesita te llenas. Confieso que amé en el viaje, pero es un amor distinto, un amor a la vida, a mí misma, a mis sueños. Y gracias a eso, gracias a que logré aceptarme por completo como lo que soy, y no cómo esperaban qué sea, aprendí a amar al otro incondicionalmente, sin esperar. ¿Qué esperamos? ¿Por qué esperamos? Uno se tiene que ocupar de sí mismo, de su cabeza, de su corazón, de sus palabras y de cuidar sus pensamientos. El otro es un maravilloso espejo, que te enseña más de lo que piensas, y que si vibran en el mismo nivel estarán juntos, sino trabaja en ti, que uno recibe el amor que cree merecer.
Confieso que ninguna moneda podría pagar la hermosa sensación de hacer “autostop”; salir a la ruta bajo el sol o, peor aún, bajo una lluvia que no para, pedir al Universo gente buena, que los autos se detengan y te acerquen unos cuantos metros o muchos kilómetros a tu destino. Que te hablen, que te cuenten de su vida, de sus costumbres, de su visión, que te enseñen sobre el lugar que pisas.
Confieso también que la comida que mejor me supo fue regalada por esas señoras que con mirada confundida, me dieron aquellas verduras que no iban a vender, o aquellas familias que sin conocerme me llevaron a almorzar, o como olvidar a Elizabeth, esa mujer del puestito en Esmeraldas que al verme vender sin éxito decidió invertir unos dólares para ayudarme a preparar empanadas y salir de ahí victoriosa.
Confieso que cuando comenzaron a terminarse mis ahorros comencé a vivir, a creer en mí, a sacar talentos del aire para ganar plata. Confieso que los viajeros tenemos el don de vivir felices, conocer el mundo y con nuestras herramientas ganar dinero de aquellos, con todo respeto lo digo, que no se atrevieron a salir pero que ayudándote viajan a tu lado.
“Confieso que me encontré conmigo pero que sigo sin saber
qué carajos hacer con mi vida…”
Confieso que me enamoré mil veces; me enamoré de paisajes, comidas, sonrisas, miradas, lugares, canciones; confieso que me enamoré de él también, alma libre como la mía, con grandes sueños y un corazón enorme en el cual nuestro cariño no tiene fronteras ni tiempo. Me enamoré además del aquí y del ahora, porque ahí se vive mejor, se hacen cosas más lindas. Me enamoré de la gente auténtica, de los que ríen sin filtros, de los que no tienen miedo de ser, de los que vuelan tan alto que nunca más volverán a ser los mismos.
Confieso que desde hace siete meses viajo sin tiempo y sin destino, pero que quiero llegar a casa, abrazar a mamá y a papá, ver a mis hermanos, contarle mis aventuras a mis abuelos, y después seguir hasta encontrar mi lugar en el mundo. Confieso que a veces el cuerpo se cansa de tanto movimiento, que un día en el planeta del viaje es un mes en el de la Tierra, que la mochila pesa y los pies duelen, pero que cada vivencia en el camino es una bendición eterna. Confieso que aunque vuelva a casa, volverá otra Yo.
Confieso que los prejuicios más duros los viví con mi propia gente, cuando asustados no creían que estuviera haciendo lo correcto, cuando pensaron que perdería el rumbo por completo, al no estar casada o con un trabajo fijo. Confieso que más de una vez me reí de ellos; me reí mientras contemplaba infinidad de atardeceres distintos, me reí mientras nadaba en mares de un hermoso azul turquesa, me reí mientras bailaba cumbia con una familia que no conocía. Me reí mil veces de ellos y muchas otras de mí, al darme cuenta de lo complicado que era deshacerse de esos fantasmas. Ay, cómo me reí de ellos y de mí; de los que no creen, de los que duermen, de los que juzgan, de los que sobreviven. Me reí de mí muchas veces cuando descubrí mi personaje, cuando tuve miedo, cuando tuve rabia, cuando estuve confundida. Me reí porque me di cuenta que nada es eterno, que todo, absolutamente todo tiene un tiempo divino, y que uno en realidad sí es dueño de su destino, pero cuidado porque a fuera te dicen que no.
Me reí del tiempo; que libertad es no saber si hoy es lunes, o jueves de un mayo, o un agosto veintiocho o treinta. Me reí tanto del miedo, cuando me di cuenta que si caminas con fe nada puede pasar y que si pasa tenía que ser así, y que valiente es quién se levanta sin miedo a volver a caer, y que todo es simple, pero que nacimos en un mundo donde te dicen que si no sufres, no llegas al cielo, pero es simple, les digo. Es simple cuando te das cuenta que no hay certezas, que todo cambia, que cada uno tiene su proceso y es suyo, cuando entiendes que a este mundo vienes a aprender y a tener paz, a ser paz, a dar amor, a estar presente y más nada.
Confieso que me encontré conmigo pero que sigo sin saber qué carajos hacer con mi vida, así que confieso que sólo vengo a ser feliz; no vengo a tener, no vengo a hacer dinero, vengo a ser yo, y a cambiar como pueda mi mundo, para así ayudar a cambiar el de todos. Confieso que hay una fuerza que va más allá de nuestra percepción y se llama Dios, y que está dentro tuyo y así como él, tú también eres capaz de crear un mundo en tan sólo siete días, sólo tienes que atreverte a verlo. En fin, confieso, gente, que viajar fue lo más lindo que me pasó. Confieso que esta vida es muy corta y el mundo muy grande. Que el amor existe y las bendiciones están siempre presentes para el que camina con fe. Confieso que confesar me vuelve a liberar.
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