No se puede vivir la muerte, pero la muerte sí puede vivir

Las fotografías que acompañan esta publicación pertenecen a Hugo Martínez. No se puede vivir la muerte. Muchos salen a presumir que ya han viajado por todo Europa, Sudamérica, Norteamérica, etc. Incluso ya no es necesario preguntarles, pues las redes sociales se toman la molestia de contarnos sus aventuras. Lo preocupante no es que viajen, pues

No se puede vivir la muerte

Las fotografías que acompañan esta publicación pertenecen a Hugo Martínez.

No se puede vivir la muerte. Muchos salen a presumir que ya han viajado por todo Europa, Sudamérica, Norteamérica, etc. Incluso ya no es necesario preguntarles, pues las redes sociales se toman la molestia de contarnos sus aventuras. Lo preocupante no es que viajen, pues viajar es perderse para encontrarse, son los caminos fáciles y divertidos del conocimiento. Aquí lo importante es preguntarse ¿De tu país, qué tanto sabes? Algunos son los que contestan, otros omiten la pregunta y pocos son los que dicen “Quiero conocer México”. ¿Por qué escribo esto? Porque tuve la oportunidad de viajar a Michoacán y fue el despertar de querer conocer más sobre mi país.

Michoacan - no se puede vivir la muerte, pero la muerte sí puede vivir
Es mucha la cultura que tenemos pero es muy poco el interés. Estaba muy acostumbrado a decirle “Halloween” en vez de llamarle día de muertos, pedir dulces y hacer bromas en vez de visitar los altares y los panteones de la ciudad. Me he dado cuenta que un sector de la población festeja este día como lo hacen los norteamericanos, perdiendo así, la intención y el sentido de lo que en verdad se debe de festejar en México. No solo quiero, sino que también busco que ese interés atrape al mayor número de personas posible.

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Era de madrugada, me dirigía a Pátzcuaro, estaba agotado, pues es imposible concebir el sueño en un camión. Cerré los ojos intentando descansar hasta que el brusco freno del camión me despertó. Vi mi reloj, eran las 7 de la mañana del 1 de noviembre y me encontraba en las angostas calles del pueblo Michoacano. Al bajarme, fui directo a una tienda de servicio para comprarme un café. Empecé a caminar por las calles y el primer edificio que me hizo sacar mi cámara fue El Sagrario, no soy arquitecto ni nada por el estilo pero, mi instinto me decía que era uno de los atractivos más bellos del lugar. Trataba de no entretenerme mucho, ya que tenía sólo un día para conocer todo lo que me fuera posible. Toda la ciudad estaba preparada para recibir el día de muertos. El olor de la flor de cempasúchil atacaba todo el pueblo y era el único que tu olfato podía percibir; el papel mache, flotaba sobre las calles jugando con el viento. Los habitantes empezaban a salir de sus casas y montaban sus puestos.

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Me paré en unas tortas para desayunar y esperar a que el camión saliera. Nos llevaría al muelle para ir a la Isla de Janitzio. Al llegar al muelle, vi en lo profundo aquellas canoas típicas de la región, flotando en el lago, donde los pescadores lanzaban sus grandes redes con la esperanza de tener éxito para poder llevar comida a sus hogares. “No entiendo cómo nunca se me había ocurrido venir” pensaba. La primera impresión que tuve y la de todos, supongo, fue la estatua que se encuentra en la parte más alta y céntrica de la isla. “El monumento a José María Morelos” decía mi amigo.

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Suponía que al bajar sería lo primero en visitar, pero no, fuimos al cementerio del lugar. La entrada del lugar me impresiono, el color naranja atestaba las lápidas, las cuales había estruendosas, medianas, chicas, pero ninguna sin adornar. Paseábamos por el laberinto de lápidas y veía como la gente se esmeraba en adornar, poniendo ofrendas de todo tipo. “El verdadero día de muertos ante los ojos”, pensaba en ese título para la fotografía que acababa de tomar. —Si ahorita les resulta hermoso, vengan en la noche para que vean que esto no es nada—me dijo una mujer. Voltee para sonreírle, pero ella seguía con su trabajo, decorando su lápida. Nos quedamos paseando hasta que nos dieron las 3 de la tarde. Le dije a mi amigo que fuéramos a comer a un lugar. Salimos del cementerio y nos adentramos de nuevo a la ciudad para dar con un restaurante de comida típica. Al terminar nos regresamos a Pátzcuaro para alcanzar el camión que nos llevaría a Tzintzuntzan. Por un lado el sol descendía y por el otro la luna ascendía.

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El atardecer iluminaba con sus diferentes tonalidades el lente de mi cámara. En la imagen que había capturado, la superficie de la foto era el lago y las curvaturas de las montañas, donde el sol escondía la mitad de su cara; le seguía el cielo con sus diferentes tonalidades, un naranja fuerte volviéndose más claro hasta dar con el azul ; las nubes de un color entre anaranjado y blanco; Sin lugar a dudas era un momento inigualable. Las farolas de las calles de Tzintzuntzan ya estaban prendidas, pero aún no obscurecía. Alcanzamos a ver, en la penumbra, las ruinas que se encontraban ahí. Es un pueblo de pocas casas y uno no lo sabe por el simple hecho de verlo, sino porque se escuchaba un silencio profundo y se respiraba tranquilidad. El sol se fue sin despedirse de mí, ya que no me di cuenta que el cielo estaba oscuro. Los pobladores y los pocos turistas que estábamos, nos reunimos todos en el cementerio. Las únicas luces que nos mostraban el camino y que iluminaban nuestro entorno eran las muchísimas velas colocada sobre las lápidas. Pensé en lo que había dicho la mujer del cementerio de Janitzio, sin lugar a dudas, de noche se disfrutaba más el paisaje y el ambiente del día de muertos. “Vámonos” me dijo mi amigo y yo le contestaba que a dónde “A Santa Fe, ya es lo último”. Así que nos pusimos en rumbo. Al llegar a Santa Fe, concluí, que todos los lugares a los que había ido, celebran de manera distinta ese día, a pesar de que se encuentran a pocos kilómetros de separación.

Tan pequeño fueron las rutas y tan diversas fueron las experiencias, que me di cuenta de las cosas que puede esconder México. —Bienvenidos a Santa Fe— nos dijo una señora muy amable—No gustan pasar a ver el altar de la familia y echarse un tamalito. Accedimos, pasamos a las casa y nos sentaron en unas sillas de mimbre enfrente del altar. —¿Es la primera vez que vienen a Santa Fe?—nos preguntó la señora al entregarnos un plato con un tamal y un vaso con atole. —Sí señora, aquí y en Michoacán—contesté. —Pues miren, ahorita se festeja el día de muertos y los pobladores abren sus casas para que los turistas entren, les ofrecen comida, champurrado o atole. Así que apúrenle, denme sus platos y vayan a ver más altares Le dimos las gracias y ella nos abrazó para desearnos suerte. De verdad no cabe duda que las personas más humildes son demasiado cálidas para con los turistas. Seguimos caminando y metiéndonos a las casas. Salí con 3 kilogramos más de peso, pues era imposible decirles que no a la gente, era demasiado generosa y amable, un no de respuesta, no solo los haría sentir mal a ellos sino a ti mismo. Ya agotados y decididos que era la última casa que visitaríamos, para regresar a Pátzcuaro a descansar. —Señor ¿Le puedo preguntar algo? —Sí claro, dime. —¿Quién es el que está en la foto de su altar? —Es mi hijo, murió el año pasado—contestó— se cayó del caballo y le pisó la cara. —Cállate güey, no mames— dijo mi amigo en voz baja. —Descuida, no hay ningún problema, no me molesta en nada. Hubo un silencio incómodo, solo se escuchaba como masticábamos las tostadas que nos habían ofrecido. Me paré y me dirigí a la cocina, antes de entrar vi a la señora platicando con alguien, pero yo no veía con quién. La entrada de la cocina la había decorado con tiras de flor de cempasúchil, saqué mi cámara y la fotografíe.

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Al entrar a la cocina me di cuenta que solo estábamos la señora y yo “¿Con quién hablaba?” Me preguntaba a mi mismo. Al regresar el señor y mi amigo seguían en la misma posición. —¿Apoco creen que el ciclo de vida se acaba con la muerte? —Pues sí—contestó mi amigo tardándose un poco. —Están muy equivocados, muchachos, la muerte es solo un acontecimiento de la vida. No se puede vivir la muerte, claro, pero la muerte sigue siendo vida ¿O no Juan? Al decirnos esto, desvío la mirada sobre nuestras cabezas como si observará algo. Ambos volteamos a ver si se encontraba algo o alguien, pero no había nada. Nos volteamos a ver, veía en los ojos de Mauricio, mi amigo, un grande nerviosismo. Tragué saliva y volteamos a ver al señor. —Bueno señor, de verdad muchas gracias por invitarnos a pasar a su morada, pero ya nos retiramos— dijo Mauricio pausadamente. —Fue un placer—Contestó. Nos dirigimos a la puerta de la casa y escuchamos sobre nuestras espaldas “La muerte solo existe cuando el olvido la sepulta” volteamos para darle las gracias, pero no había nadie, el señor ya no estaba ni en la silla en la que se encontraba.

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Hugo Martínez Toledo. Aprendió a montar velocirraptors a los 6 años. Su cámara se llama Doña Gaby. Le quita los chicharos al arroz pero por alguna razón siempre se termina comiendo uno. Le caga que al saludar no den un buen apretón de manos. Le gusta el aguacate y sí, él está muy contento hoy.

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