Probablemente Disney no sea el lugar más feliz del mundo…
Durante décadas, la compañía nos ha hecho creer que sus parques de diversiones y la magia que ronda alrededor de ellos es justo a lo que todo niño debería aspirar para ser feliz. Incluso quienes hace años dejaron de ser niños fantasean con visitar alguno de estos lugares para ponerse en contacto con los diferentes escenarios en los que se desarrollaron las historias que acompañaron su infancia, mismas que —dependiendo el caso— les hicieron creer que de verdad era posible convertirse en un héroe o una princesa en cuestión de segundos.
En otro punto de esta supuesta magia están personas como Charles Bukowski, quienes no confían e incluso aborrecen todo lo que Disney y Mickey Mouse representan. Para estos detractores hablar de felicidad y fantasía es, de alguna forma, negar las atrocidades del mundo, creen que quienes alaban los preceptos de Disney se empeñan en no abrir los ojos hacia la realidad, pues lo que promueven no es otra cosa más que distracciones, vulgares cortinas que permiten que la realidad no afecte en nada nuestra percepción del mundo, ése que cambia constantemente y crea, conforme avanza el tiempo, sus propias reglas.
Para Noah y su madre, Hayley McLean-Glass, este cambiar del mundo fue tan evidente que incluso fueron testigos ─si no es que víctimas─ de una fusión de perspectivas en la que la magia del parque de atracciones se encontraba ceñida a la cruda realidad que invade al mundo sin darle tregua. Disney, el mismo lugar que supone ser perfecto para que los sueños de la gente se cumplan sin impedimentos, prohibió al pequeño de disfrutar de la experiencia de ser princesa por un día.
Noah, quien desde que vio por primera vez Frozen no pudo despegarse de su vestido de Elsa, iba a ser sorprendido por su madre en navidad; ella tenía planeado reservar la experiencia de ser princesa por un día en Disneyland París para que su hijo pudiese llevar su vestido azul por todo el parque mientras conocía a todos los personajes de su filme favorito; sin embargo, cuando McLean-Glass trató de comprar los boletos recibió una respuesta negativa. Al parecer el servicio era exclusivo para niñas.
Mientras el caso se volvía viral en las redes sociales, la gente se sumaba a la idea bukowskiana de que el ratón más querido de las caricaturas, así como quienes tienen el dominio sobre su imagen, eran un manojo de nazis. Los detractores invitaban a dejar de visitar los parques como una forma de solidarizarse con Noah y darle una lección a la administración de dichos centros de atracciones. No obstante, es preciso señalar que, más que una cuestión de políticas, hay quienes señalan que se trató de un error humano que, aunque al final no deja de ser inaceptable, recae sólo sobre una conjunto de personas.
La misma compañía que acaba de anunciar a su primera princesa abiertamente homosexual para el próximo año, simplemente no podía haberle hecho esto a un niño que trataba de hacer comunión con la magia que ronda en estos parques. Es por eso que el vocero de Disneyland Paris tuvo la necesidad de aclarar para The Guardian que «esta experiencia está disponible para todos los niños de 3 a 12 años y nos hemos puesto en contacto con la familia para pedir disculpas porque se les proporcionó información inexacta».
Ahora que cualquier niño puede cumplir su sueño en un lugar que se vende a sí mismo como el más feliz del mundo, sólo cabe hacerse una pregunta: ¿es en realidad un sitio lleno de magia o en sus interiores aún se esconden personas cegadas por la oscuridad de una postura conservadora y sumamente retrógrada? Sólo el tiempo y los acontecimientos futuros podrán contestar eso, por el momento lo único que resta es esperar que otros sitios de atracciones amplíen sus mentes y políticas hacia situaciones como ésta, porque a decir verdad, el de Noah es sólo uno de los casos de discriminación que ocurren alrededor del mundo.