Al pensar en un viaje, la gente generalmente destaca la importancia de las experiencias que pueden vivirse durante la estancia en un lugar determinado y nadie está libre de ello. Crean guías definitivas, filosofías de viajero, listas de dos & don’ts e incluso listas interminables de “países que se deben conocer antes de morir”; no obstante, poco se enfocan en la perspectiva que otras personas podrían tener acerca de un punto en específico.
No se trata de una cuestión de egoísmo, simplemente el ser humano está acostumbrado a pensar que todo momento o situación es percibido por todo mundo de la misma manera que él lo asume. Pensar en que exista alguien incapaz de disfrutar una playa al atardecer mientras el cielo se pinta de colores extravagantes y el verde de las plantas se convierte en una gama de tonalidades increíbles, es simplemente absurdo. No obstante, esa revoltura de matices es tan sólo otra perspectiva más a la que no todos tienen acceso.
De entre todos los paraísos tropicales que existen en el mundo, hay un atolón situado en medio del Océano Pacífico donde color y perspectiva son palabras huecas, por decirlo de alguna manera. A “simple vista” podría parecer un destino completamente normal, donde cualquier turista podría vacacionar sin preocuparse por alguien que le moleste o incomode con su sola presencia. Sin embargo, para encontrar el lado más peculiar de este sitio es necesario alejarse de toda vista personal y tratar de asumir una mirada colectiva.
Si es que de algo puede servir la filosofía del viajero, es en el momento en que invita a las personas a asumir un papel no de turistas, sino de residentes y en sitios como Pingelap esto debe tomarse bien en serio. No se trata sólo de adoptar un modo de vida, sino de, literalmente, cambiar la visión de las cosas ya que más de la mitad de la población en esta isla es daltónica o parcialmente ciega.
Para los pobladores de este lugar la ausencia de color no es ningún problema, pues, más que una dificultad, muchos de ellos lo asumen como una manera diferente de percibir su entorno. Si bien la luz es un obstáculo al que no pueden exponerse por mucho tiempo, al caer la tarde la isla se convierte frente a sus ojos en una especie de sueño vaporwave que sólo es posible a través de sus ojos o en las tomas de fotógrafos como Sanne De Wilde, quien por medio de una cámara de infrarrojos crea imágenes de la isla tal y como las vería cualquier nativo del lugar.
Es entonces cuando un viajero, uno de verdad, se da cuenta de todas las cosas que se pierde incluso cuando trata de abrirse a nuevas experiencias. Si bien cada lugar es una experiencia única, la posibilidad de encontrarse en ese sitio esperando obtener todo lo que éste puede ofrecerles a las personas es prácticamente imposible. Siempre habrá un espacio en blanco en la sensibilidad del espectador que jamás podrá llenarse, pues corresponde a una visión que está más allá de su propio entendimiento, y sitios como Pingelap con su peculiar población existen para recordárnoslo.