Andrew Wyeth, el artista más odiado del mundo

Andrew Wyeth

Andrew Wyeth

Privado del contacto con el mundo exterior a causa de una enfermedad desconocida, su pintura refleja el espacio rural al que se había reducido su percepción de la realidad. Desde niño mostró un intenso amor y talento por el dibujo; fue por eso que su padre, un ilustrador considerablemente reconocido, durante los años veinte, que lo instruyó en la pintura. Esa fue la única escuela que Andrew Wyeth necesitó para convertirse en el mayor representante del realismo estadounidense del siglo XX.

Las pinturas del llamado “pintor del pueblo” no son muy difíciles de distinguir. La mayoría de ellas enmarcan paisajes rurales que transmiten al espectador una paz indescriptible; sólo superada por la experiencia de pasar el día sentado en el pórtico de alguna de las granjas que protagonizan sus cuadros. Obras con las cuales acuñó una estética y constitución que nos recuerda el naturalismo de Winslow Homer, al quien Wyeth cultivó gran aprecio después de estudiar Historia del Arte por cuenta propia.


A pesar de que hoy es considerado como uno de los pintores más influyentes de Estados Unidos, la crítica no lo ha tratado muy bien. Muchos coinciden con Henry Geldzahler —especialista del Museo Metropolitano de Nueva York— quien aseguró que se trata de un realismo en el que “sus cielos no tienen rastros de humo y sus personajes no llevan relojes de pulsera“; haciendo referencia al anacronismo de sus pinturas, que aparecieron casi a la par de movimientos como el expresionismo abstracto y el pop art.


La mayoría de la crítica iba encaminada a la temática e iconografía que Wyeth utilizaba en sus pinturas lo que, más allá de verdaderas obras de arte, las hacía lucir como imágenes propias de un almanaque, debido al conservadurismo que presentan. Otros críticos fueron mucho más duros con sus comentarios hacia el trabajo del nativo de Pensilvania, entre ellos está Dave Hickey quien dijo que pintaba con una paleta de “lodo y popó de bebé”, insinuando la baja calidad en cuanto a su selección de colores que, en opinión del especialista, parecía monótona y aburrida.



Sin embargo, para Wyeth, quien pasó gran parte de su vida recluido en el campo, la realidad no estaba totalmente ligada al smog y la agitación de las ciudades. Más bien se trataba de escenas campestres que veía desde su ventana. Por ejemplo, el cuadro “El mundo de Christina” no es otra cosa que una escena cotidiana en la vida del pintor, quien todos los días miraba a su vecina Christina Olson, mujer que al estar imposibilitada para caminar, se veía obligada a arrastrarse por el campo para poder llegar hasta su casa.

Probablemente lo que molestaba a los críticos era la ausencia de glamour y ostentación de colores en los cuadros de Wyeth. No obstante, lo que nadie consideró es que al dotar con estas características a imágenes como los desnudos y retratos de Helga Testorf –su musa entre 1971 y 1985–, estaría traicionando a su propia realidad, lo que lo llevaría a pintar fantasías en lugar de retratos que plasmaran fielmente la vida a la que el artista estaba sometido.


Gracias a los fuertes comentarios de la crítica, podríamos comparar el trabajo de este artista con el de Jesús Enrique Helguera, quien al igual que Wyeth fue catalogado por los críticos y autores de su tiempo como un artista kitsch. Aunque es precisamente esa estética lo que ha hecho que su obra sea accesible y apreciado por el público que, a pesar de no tener un vasto conocimiento sobre arte, le generó el gusto de entrar a un museo. Llevándolos a conocer otras piezas quizá más complejas que las pinturas que en un principio los impulsaron a entrar a estos recintos.

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Fuentes

Trianarts
El País
Huffington Post
El Diario

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