Me pregunto si se puede ser adicto a ser feliz todo lo que tienes que saber sobre la depresión

"Me pregunto si se puede ser adicto a ser feliz" todo lo que tienes que saber sobre la depresión

"Me pregunto si se puede ser adicto a ser feliz" todo lo que tienes que saber sobre la depresión

La depresión esta tan de moda, que se puede llegar a ignorar el elemento más primordial de la situación, la persona que la padece. Aunque cada uno es responsable de elegir el tratamiento o las terapias que se necesiten para la pronta rehabilitación, es fundamental contar con el apoyo incondicional de seres queridos. La depresión es una enfermedad compartida y se tiene buscar a un profesional competente y con vocación de ayudar al paciente, el siguiente cuento intenta plasmar la forma de pensar de alguien que ha padecido o padece esta agotadora enfermedad:

¿Qué soy? ¿Mitad humano, mitad animal? Tomo esas pastillas para apaciguar la bestia que vive dentro de mí, la fiera enjaulada tiene que ser contenida por dos pequeñas pastillas cada ocho horas antes de los alimentos y 20 minutos antes de dormir. El clonazepam se tiene que partir a la mitad para diferir la dosis.

Mi padre está preocupado por mí, piensa que me volveré farmacodependiente a las gloriosas pastillas de la felicidad. Me pregunto si se puede ser adicto a ser feliz.

¿Qué soy? ¿Una bestia enjaulada?

Con el pensamiento a la deriva, distante, como si mi cuerpo no me perteneciera, no logro dar con la concentración -efectos colaterales de la medicación-, entre dormido y despierto logro sobrevivir a la rutina que me impone esta ciudad. 

Hoy es martes (carajo), día de terapia con la psicóloga. “Vemos que el doctor solo receta medicamentos y no habla con él,” dice mi madre a la doctora felicidad. ¡Obvio! El vato estudió para recetar pastillas, no para hablar y dar consejos a mocosos como yo.

“No se preocupe señora, trabajaré con él para que pueda recuperarse pronto”, y así me entregaron como ofrenda viva a la terapia psicológica.

Esto no tiene sentido.

“Tus padres te quieren mucho,” dice la doctora y eso si tiene mucha lógica para mí. Estas cosas son caras, se necesita dinero para que me devuelvan la felicidad, nadie pagaría eso por alguien más, a menos que te tengan en alta estima (merde alors).

Leía un artículo de Frida Sánchez por la mañana, publicado en el Universal con fecha 9 de febrero de 2016. “En depresión”, así se titula la entrada y narra la visita de una joven al psiquiatra, una joven que bien puede ser la misma Frida Sánchez por los detalles tan estéticos del relato:

“Estás sentada en ese sillón blanco que tanto detestas, una vez más. El médico psiquiatra te mira a los ojos un poco menos desconcertado que la primera vez. “No pares de llorar, sácalo”, te dice mientras escribe en una hoja de papel el nombre de un par de medicamentos que deberás tomar por lo menos dos veces al día… no te queda opción. Das las gracias como si te agradara su atención, pero la verdad odias abrir la herida una y otra vez. Odias contarle los detalles de tu vida a ese desconocido, odias aceptar sus indicaciones y escucharlo hablar…”

Frida, tú y yo sabemos que sólo podemos escribir de lo que conocemos bien. Tengo que caminar varias cuadras para poder llegar al consultorio, subir un par de escaleras y presentarme en la última planta del edificio para que me sermoneen toda una hora por la modesta cantidad de quinientos pesos (¡desperdicio!).

Hoy es martes, también el 9 de febrero de 2016 era martes. ¿Me estará intentando decir algo el calendario?

Frida cuenta que tiene que recorrer varias estaciones del metro para poder llegar a su destino final; habla de porcentajes, habla de listas, ella y yo somos parte del 20% que recibe ayuda, el resto se la rifan como pueden. Ella dice que al menos no llegaremos a formar parte de la otra lista, la de suicidios. ¿Tendrá razón?

Frida y yo, nos hemos convertido en estadística, en un número más para los psicólogos, para los psiquíatras. Tiene que existir una relación estoica entre paciente y terapeuta para poder erigirse como guías en este proceso de recuperación mental, ellos tienen la razón, yo soy un paciente más de la doctora felicidad (que se vaya al demonio).

Le he pedido que me dé citas más espaciadas. “¡Cómo que quieres citas más espaciadas! ¡Mírate! ¡Das lástima! Necesitas estas terapias, recargas las baterías en cada sesión”.

Yo las baterías y tú la cartera (pinche vieja). 

“La verdad, aunque sigues respirando, vivir en una condición como esta, en ocasiones, es semejante a estar muerto…”

Soy la estadística mil y tantos del año, un simple número; mi nombre tiene que estar ingresado en una lista especial para recibir medicamento controlado y llevaré no sé cuántos años ya muerto.

“Tú no necesitas un psicólogo, necesitas un amigo,” me dijo un día Bren. Tal vez tenga razón, vivo solo en esta enorme ciudad, camino solo por las calles, voy al cine solo, como solo; en la facultad se vive para destrozar el ego del compañero, no tengo amigos y Bren vive a 2 mil quinientos kilómetros de aquí. En los cursos solamente se nos enseña a cómo reparar motores, sistemas de refrigeración, nunca a cómo reparar a un humano de la cabeza; de repente juego ajedrez con Mario, un niño atrapado en un cuerpo de cincuenta años (es transliteralmente un desmadre).

Mario me platica de todas sus aventuras con sus “putas tristes”, Mario ha de pensar que soy su amigo, yo sólo escucho. No recuerdo que de niño me hallan enseñado a confiar en las personas, a decir lo que uno realmente siente; no recuerdo eso y ahora, veinte años después, quieren que confié y diga lo que siento (a mí me deberían dar esos quinientos pesos por semana).

¿Qué soy? Me vuelvo a preguntar.

Siempre paso por un parque de camino al consultorio, después de cada sesión lo recorro para desintoxicarme un poco; observo a los niños que juegan vigilados por sus padres desde las bancas donde estoy ahora sentado, tal como Frida observaba a las personas en el vagón del metro, y me pregunto quién de estos chiquillos en un lapso de diez años formará parte de la estadística también.

Se supone que no debo tomar alcohol (se supone), pero es una bendición económica que el whisky se venda en botecillos de 355 ml.

“Tú no necesitas un psicólogo, necesitas un amigo” me resuenan las palabras de Bren en la cabeza.

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