El sofocante sabor de la muerte empezó a envolverlo

El sofocante sabor de la muerte empezó a envolverlo

El sofocante sabor de la muerte empezó a envolverlo

El cuento que se reproduce a continuación, una oda a la ironía y al absurdo con un hilo narrativo ágil, fue escrito por Yareni Herrera Barquín.

La aceituna

Esa mañana por fin lo había decidido. Se levantó de entre sus sábanas de seda meticulosamente cepilladas y tomó sus pantuflas de algodón. Revisó, como de costumbre, que los dientes no tuvieran ningún ducto de contaminación al tiempo que lavó su cara y aplicó un protector solar. El pronóstico del tiempo había informado de un posible chubasco, así que prefirió no bañarse… mantener siempre alerta los sentidos nunca quedaba de sobra, mucho menos si la hermana de una tía había muerto de un resfriado.

El desayuno, perfectamente calculado, incluía un viscoso brebaje dotado de las vitaminas exactas para el desempeño de un hombre como él, pero esta vez agregó unas cuantas hojas de lechuga para crear la defensa infalible ante la empresa que ese día enfrentaría.

Después de una semana de arduas cavilaciones, había resuelto asistir a la reunión anual de la compañía. Sin duda una decisión extenuante para él. En sus casi 10 años de servicio nunca concurrió a una de esas fiestas, pues circulaba el rumor que por los años 80 uno de los invitados contrajo tifoidea y murió. Esquivar cualquier trastada del destino era vital, por eso trazó un plan perfecto ante la chocante insistencia de sus compañeros. Iría, sí… pero no comería absolutamente nada más que un trozo de pan y un Martini, que para esas fechas constituía su inofensiva bebida favorita.

La hora había llegado, todos estaban fastidiosamente alborotados escogiendo la mesa que tomarían, punto que también ya había pensado. Se colocaría entre el baño y la cocina, así podría satisfacer sus dos necesidades básicas y esquivar cualquier contacto físico aislándose así de la atención de los presentes. Entró con sigilo para no ser contaminado con tanto saludo y se situó en su silla. Revisó con extenuante cuidado los cubiertos y vasos y se dispuso a disfrutar del show. Un mesero con apariencia enclenque se le acercó:

—¿Le ofrezco algo de tomar señor?

—Mmm… —fingió hacer remembranza de las tantas bebidas que solía tomar—, sólo un Martini, por favor.

Esperó mientras limpiaba sus manos con toallitas húmedas hasta que el hombrecillo llegó. El mesero puso el Martini sobre la mesa mientras ya empezaba a examinarlo. Estaba perfectamente bien preparado y la copa parecía no tener ninguna avería. Se sintió seguro después de mucho tiempo y se dispuso a tomar. Una mujer bailaba exóticamente al centro del salón. Era un espectáculo peculiar para el tipo de evento del que se trataba.

El primer sorbo fue delirante, el seco sabor del licor impregnó sus papilas gustativas hasta embriagarlas mucho antes que a su ser mismo. Empezó con el segundo trago cuando, de pronto, la aceituna rebosante al fondo de la copa, conspiró con el destino adelantando su trayecto. Se dirigió estrepitosamente al tracto faríngeo obstruyendo cualquier respiro. Trató de pedir ayuda, llamar la atención, pero su estrategia le había volteado la cara esbozando una sonrisa sarcástica.

El sofocante sabor de la muerte empezó a envolverlo mientras la bailarina seguía su rutina con sonrisa seductora. Se movió en un intento fallido por salvar su tan cuidada existencia, misma que había sido burlada por una simple e insignificante aceituna.

*

Las imágenes que acompañan el texto pertenecen a Kurt Schlosser.

***

Escribir y leer poesía es una forma de sanar el alma. Si quieres leer más poemas de amor y desamor, te invitamos a que conozcas a los autores de los poemas para los que se resisten a superar las decepciones y los poemas para los que no quieren olvidar.

El cuento que se reproduce a continuación, una oda a la ironía y al absurdo con un hilo narrativo ágil, fue escrito por Yareni Herrera Barquín.

La aceituna

Esa mañana por fin lo había decidido. Se levantó de entre sus sábanas de seda meticulosamente cepilladas y tomó sus pantuflas de algodón. Revisó, como de costumbre, que los dientes no tuvieran ningún ducto de contaminación al tiempo que lavó su cara y aplicó un protector solar. El pronóstico del tiempo había informado de un posible chubasco, así que prefirió no bañarse… mantener siempre alerta los sentidos nunca quedaba de sobra, mucho menos si la hermana de una tía había muerto de un resfriado.

El desayuno, perfectamente calculado, incluía un viscoso brebaje dotado de las vitaminas exactas para el desempeño de un hombre como él, pero esta vez agregó unas cuantas hojas de lechuga para crear la defensa infalible ante la empresa que ese día enfrentaría.

Después de una semana de arduas cavilaciones, había resuelto asistir a la reunión anual de la compañía. Sin duda una decisión extenuante para él. En sus casi 10 años de servicio nunca concurrió a una de esas fiestas, pues circulaba el rumor que por los años 80 uno de los invitados contrajo tifoidea y murió. Esquivar cualquier trastada del destino era vital, por eso trazó un plan perfecto ante la chocante insistencia de sus compañeros. Iría, sí… pero no comería absolutamente nada más que un trozo de pan y un Martini, que para esas fechas constituía su inofensiva bebida favorita.

La hora había llegado, todos estaban fastidiosamente alborotados escogiendo la mesa que tomarían, punto que también ya había pensado. Se colocaría entre el baño y la cocina, así podría satisfacer sus dos necesidades básicas y esquivar cualquier contacto físico aislándose así de la atención de los presentes. Entró con sigilo para no ser contaminado con tanto saludo y se situó en su silla. Revisó con extenuante cuidado los cubiertos y vasos y se dispuso a disfrutar del show. Un mesero con apariencia enclenque se le acercó:

—¿Le ofrezco algo de tomar señor?

—Mmm… —fingió hacer remembranza de las tantas bebidas que solía tomar—, sólo un Martini, por favor.

Esperó mientras limpiaba sus manos con toallitas húmedas hasta que el hombrecillo llegó. El mesero puso el Martini sobre la mesa mientras ya empezaba a examinarlo. Estaba perfectamente bien preparado y la copa parecía no tener ninguna avería. Se sintió seguro después de mucho tiempo y se dispuso a tomar. Una mujer bailaba exóticamente al centro del salón. Era un espectáculo peculiar para el tipo de evento del que se trataba.

El primer sorbo fue delirante, el seco sabor del licor impregnó sus papilas gustativas hasta embriagarlas mucho antes que a su ser mismo. Empezó con el segundo trago cuando, de pronto, la aceituna rebosante al fondo de la copa, conspiró con el destino adelantando su trayecto. Se dirigió estrepitosamente al tracto faríngeo obstruyendo cualquier respiro. Trató de pedir ayuda, llamar la atención, pero su estrategia le había volteado la cara esbozando una sonrisa sarcástica.

El sofocante sabor de la muerte empezó a envolverlo mientras la bailarina seguía su rutina con sonrisa seductora. Se movió en un intento fallido por salvar su tan cuidada existencia, misma que había sido burlada por una simple e insignificante aceituna.

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Las imágenes que acompañan el texto pertenecen a Kurt Schlosser.

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Escribir y leer poesía es una forma de sanar el alma. Si quieres leer más poemas de amor y desamor, te invitamos a que conozcas a los autores de los poemas para los que se resisten a superar las decepciones y los poemas para los que no quieren olvidar.

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