La noche en Loma de Coyotes

La noche en Loma de Coyotes

La noche en Loma de Coyotes

cuentos latinoamericanos - La noche en Loma de Coyotes

Despertó en medio de la madrugada, el cuerpo de su esposa reposaba junto a él, cálido y empapado en sudor. Insomne escuchaba los crujidos de los árboles, el ruido de los pesados trailers, de las ranas y de los pequeños animales rastreros que se movían en la habitación. El calor deambulaba y traspasaba las paredes de adobe que a esa hora de la noche se sentía más fuerte que nunca. Esa noche, Loma de Coyotes estaba ruidosa e incesante; la lluvia se escuchaba cerca, sigilosa, a unos pasos de él y comenzaba a caer provocando un estruendo, golpeando la tierra seca y vieja, hace meses que no llovía, los truenos profundos y vacíos le erizaron la piel. Desde ese día no pudo dormir más. El levantón era un escarmiento, pero ellos se pusieron rejegos, decía: fueron los Rojos, tú sabes que fueron ellos, decía en voz baja para no despertar a su mujer. En ese momento recordó el olor a carne quemada, el olor a llanta y a diesel, recordó la cuerda y las mordazas, el lodo pegado a las botas, la maleza abundante y su rostro, recordó su rostro, el mismo que con lágrimas le dijo “no me mates cabrón, por mi jefecita que ya le vamos a bajar, pero no me mates”. Las llamas eran feroces y el humo pútrido entrando a la boca los hacía toser. De repente más balazos, más fuego, machetazos, más llanto. Yo no lo quería matar, pero cuando giré a verlo, sus ojos me amenazaban, nunca se me va olvidar su cara ensangrentada envuelta en dolor, yo no quise ver, nomás agarré el machete y ya no supe, me subí a la camioneta y el jefe estaba ahí mirando sin ningún remordimiento, hasta se reía, nos daba instrucciones, estaba nervioso y encabronado, sin pensar le dije que el fuego no iba a alcanzar para tantos, que era mejor pedazo por pedazo. Me arrepiento, te juro que me arrepiento. Los pusimos en bolsas mujer, a cada uno, y tú estás aquí dormida con las piernas descubiertas, con los brazos tendidos al aire y yo nomás me acuerdo, me dijo que se llamaba Aníbal, me acuerdo, de las botas manchadas de sangre, de la risa del jefe, de cómo se quemaban los huesos, del chillido, pero sobre todo tengo pegado ese maldito olor a carne quemada que viene hoy a molestarme en medio de la madrugada.

Despertó en medio de la madrugada, el cuerpo de su esposa reposaba junto a él, cálido y empapado en sudor. Insomne escuchaba los crujidos de los árboles, el ruido de los pesados trailers, de las ranas y de los pequeños animales rastreros que se movían en la habitación. El calor deambulaba y traspasaba las paredes de adobe que a esa hora de la noche se sentía más fuerte que nunca. Esa noche, Loma de Coyotes estaba ruidosa e incesante; la lluvia se escuchaba cerca, sigilosa, a unos pasos de él y comenzaba a caer provocando un estruendo, golpeando la tierra seca y vieja, hace meses que no llovía, los truenos profundos y vacíos le erizaron la piel. Desde ese día no pudo dormir más. El levantón era un escarmiento, pero ellos se pusieron rejegos, decía: fueron los Rojos, tú sabes que fueron ellos, decía en voz baja para no despertar a su mujer. En ese momento recordó el olor a carne quemada, el olor a llanta y a diesel, recordó la cuerda y las mordazas, el lodo pegado a las botas, la maleza abundante y su rostro, recordó su rostro, el mismo que con lágrimas le dijo “no me mates cabrón, por mi jefecita que ya le vamos a bajar, pero no me mates”. Las llamas eran feroces y el humo pútrido entrando a la boca los hacía toser. De repente más balazos, más fuego, machetazos, más llanto. Yo no lo quería matar, pero cuando giré a verlo, sus ojos me amenazaban, nunca se me va olvidar su cara ensangrentada envuelta en dolor, yo no quise ver, nomás agarré el machete y ya no supe, me subí a la camioneta y el jefe estaba ahí mirando sin ningún remordimiento, hasta se reía, nos daba instrucciones, estaba nervioso y encabronado, sin pensar le dije que el fuego no iba a alcanzar para tantos, que era mejor pedazo por pedazo. Me arrepiento, te juro que me arrepiento. Los pusimos en bolsas mujer, a cada uno, y tú estás aquí dormida con las piernas descubiertas, con los brazos tendidos al aire y yo nomás me acuerdo, me dijo que se llamaba Aníbal, me acuerdo, de las botas manchadas de sangre, de la risa del jefe, de cómo se quemaban los huesos, del chillido, pero sobre todo tengo pegado ese maldito olor a carne quemada que viene hoy a molestarme en medio de la madrugada.

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