Todo lo que pasó por mi cabeza el día que el corazón de mi padre dejó de latir

Todo lo que pasó por mi cabeza el día que el corazón de mi padre dejó de latir

Todo lo que pasó por mi cabeza el día que el corazón de mi padre dejó de latir

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Indiscutiblemente, conocer mi historia me permite liberarme, despojarme, trascender. Siempre hay una manera especial, única de confrontarte y reconocerte. Saber quién eres y por qué estás aquí. Aproximadamente llevo más de ocho mil 640 días vividos en los que 24 años, hasta ahora, se han convertido en mi récord personal. En este viaje he visto personas nacer y al mismo tiempo los he visto enterrar el dolor. También he navegado por diversos océanos: he contemplado el amor y entre el tiempo y el olvido lo he visto yacer en el viento; pero hay algo que no puede dejar de fluir, es un estilo de vida, una esencia que mutó, revivió y no se hace llamar como un simple sentimiento porque más que la emoción de vibrar entorno a él, me despierta cada día con fe de que soy afortunada al protagonizar un día más, mi existencia, mi historia.

Lamento que muchas personas se abstengan de amar, y sí, a eso hago referencia en mi vida, al absurdo, contagioso y contradictorio amor. Ese que en la mayoría de las veces nos hace subjetivamente libres. Gracias a él, mi vida se fragmentó algunas veces y de cada ruptura se desglosó miles de nudos, de cortadas, remiendos, uniones forzosas y pérdidas. En mi historia todo estaba claro desde el momento en que mis padres decidieron adoptar un momento de tiempo en espacio perfecto para unirme con el cordón de luz dorada, el de la vida. Entre la infinidad de seres vivos que habitamos la tierra y que vibramos al ritmo del mar, decidí montarme a este barco, tomar el timón y emprender mi viaje.

Llevo 24 años naufragando y este es el mar que más intento disfrutar, el mío. A diferencia de muchos hijos yo fui procreada y completa hasta mis 10 años, hasta que a mi batallón lo pusieron en alerta, a mi pelotón lo combatieron con hierro y fuego y en el libro de las historias se perdió esta guerra y las armaduras, les urgía un cambio inmediato. Acerté al escoger a mi familia, estoy hecha a la medida perfecta de ellos, pero de lo que sí nos equivocamos fue al abrirle la puerta de nuestra familia a una mujer a la que decidimos llamar “tía”; su nombre era luz, pero el significante que le responde a su seudónimo es un antónimo en perfecta descripción de su nombre.

Es de signo géminis, no le gustaban las fotos, no tenía papá, pero le gustaba el mío. No era de muchas amigas y con mi mamá era la excepción, simplemente la utilizó para poder acercarse a mi padre. Enamorarse no es un delito para nadie, pero sí para aquellas personas que acaban con las familias por intervenir, y más aún, cuando tu padre ya le había sido infiel a su mujer durante muchos años. Con el paso de los años, de ver que por ser pequeño tus padres te subestiman, te ocultan cosas, te separan y te hacen confrontar el amor… pues había llegado el momento de observar el nivel de fortaleza y resistir porque este barco estaba por entrar a una de las tormentas eléctricas más fuertes de toda su vida.

Mi padre empezó a enfermar, tenía su infierno habitando en él, sus intensos dolores de cabeza se repetían segundo a segundo y cada vez más insoportables. Sus energías se debilitaban, su estado físico estaba acabando y para infortunio de nosotras él no quería que reconociéramos su verdadera condición, él decidió empacar su vida en una maleta y difuminar la realidad. “Es otra decisión de viaje, con seguridad regresa pronto”. Así pensaba la inocencia, es así como se engaña al subconsciente y se calma al corazón, pues él nunca regresó o no como lo imaginábamos.

Recuerdo que pasaron muchas semanas cuando lo vi de nuevo, tocaron la puerta y efectivamente ahí estaba él. Pesaba la mitad de su peso normal, ya no estaba tan bronceado como nosotras, se apoyaba en las paredes, su equilibrio dependía de su audición, de las letras que quedaron escritas porque no podía escucharnos. Su enfermedad lo absorbió por completo, había perdido su verdadera esencia hasta que el ego lo dejó a un lado porque no tenía de que aferrarse.

Yo no sabía qué era sentir miedo hasta que conocí el dolor con nombre propio. Nueve meses duró así, distanciado, muriendo lentamente por no tenernos cerca, por darse cuenta que su verdadero infierno lo vivió lejos de nosotros, y créanme, los ángeles existen, todos aparecen en el momento que necesitas salvar tu vida, y en mi familia ellos tienen nombres. La muerte se le había aparecido una vez más a mi padre, mi madre ya la había autorizado para que se lo llevara cuando quisiera y ella, taciturna y obediente, lo acogió una noche y se lo llevó a caminar en el recuerdo y el olvido. Pero esta vez sólo fue un presagio porque al punto en el que mi papá se desvanecería por completo de este mundo mis hermanas menores lo salvaron y lo ataron a la tierra, él, en su inconsciente, las vio y regresó. Esa no fue su noche de despedida, pero cuando nuestra historia se escribe de nuevo, el relato cambia y mi padre se desprende de su materia y viaja a vivir en la eternidad en la que nuestros recuerdos lo mantienen con vida.

7 de agosto de 2010, para estos mortales su historia había terminado, un supuesto aneurisma cerebral había acabado con su vida física y con nuestra parte emocional de una vez. Y se preguntarán qué sucedió con la otra mujer. Pues a ella preferimos no nombrarla y en lo posible ni recordarla, porque gracias a ella le tenemos que mentir a la gente sobre la verdadera razón del fallecimiento de mi padre, porque gracias a ella, mi mamá enterró el amor y su vida. Yo no la culpo, sólo rechazo el padecimiento que le propició a mi padre y a mi familia, ella lo obligaba a estar lejos de nosotras, lo engañaba mientras estaba enfermo, le ocultaba la luz del sol para que él pensara que aún estaba de noche. Le ocultó la luz de la verdad, lo dejó atado a la oscuridad y al temor de estar solo.

Cuando sabemos que la muerte está cerca lo único que podríamos pedir es amor y compañía, no necesitamos más para desprendernos de este plano y sin ser así, cremamos por última vez su recuerdo. No teníamos nada, pasamos de tenerlo todo a vivir de la misericordia de la gente.

¿Recuerdan ustedes que todos tenemos una misión en la tierra? Pues nos tocó conocer ese caso especial, la misión de ella, de “luz”, venir a la tierra a enamorarse de mi padre, de sufrir por amor, porque ella también sufrió, lo sé, porque no lo pudo enterrar con su dolor, porque sabía que nunca estaría por encima de nosotras y eso la atormentaba. Gracias a ella nos enseñó que la luz no está en los nombres, sino en lo que se muestra mientras tenemos miedo. No les niego que recordar que crecí en una familia en la que mis padres se amaban y por amor, se celaban, rechazaban, amenazaban, lastimaban; fue difícil porque nosotras éramos ese chantaje con el que mi mamá amenazaba a mi padre para que se quedara y no se fuera.

Cesó la ola, pasó y se llevó todo lo que no estaba firme, se fue la tormenta y le dimos la bienvenida al sol.

Era 2 de noviembre de 2017 y nunca te había escrito, papá. Ese día con el corazón vacío te escribí.

Estaba cadavérico y frígido. Recordaba que el bramar de su carro no era idéntico, le faltaba su motor, le faltaba él. Ya no había nadie en casa, nunca hubo la misma esencia en casa, ya nada era igual, ya no habitaba nadie. Tenía miedo de morir, de sentirme frágil y desprotegida, aislada y transformada en silencio. El lamento del dolor se había convertido en el hábito normal. ¿Y quién no es normal después de conocer a la muerte? Mi miedo nació a los 11 años. Revivir su aroma me transportaba al momento en que lo velamos por tres días. Mi madre lo besaba como si viera vida en sus ojos exangües. Esperaba ver en él su reflejo, verse como cuando se enamoró por primera vez. Se acercaba con las ganas de devolver en un soplo el hilo de vida que ya había cortado con ella, incluso algún tiempo antes de su muerte.

Incineramos su cuerpo junto con su ego. Quizás él ya llevaba yaciente nueve meses. Desde su enfermedad, su padecimiento lo absorbió hasta el punto de ocultarlo ante nosotros, ante los “vivos”. No lo odiaba a él, sólo reprimía la ilusión que surgía justo en el momento en el que lo velaba, y al mismo tiempo abominaba tener fe y pensar que renacería de su pasado tortuoso.

Sin él, yo no existiría. Su energía me había dado la fuerza para nacer de la luz, nacer para la vida. Vida que le faltó a él. Su sombra apagó su llama y lo lanzó al abismo, dejándome a mí a la orilla del río, removiendo los huesos que se quedaban en las rocas. A ti ya te había olvidado, dije mil veces, pero a quien te robó la energía de vida, a lo intangible que desconocemos, a las energías que brotan de la nada y que poseen misiones poderosas, no sé cómo referirme. La muerte, que suplicaba a los pies del padre llevarse un alma más, ha destinado una vida de ventaja para nosotros los mortales, y aunque es impredecible, lamento conocer de ella y de su lealtad a el sufrimiento.

Ahora tengo 23 años, y aunque hace 12 años enterré a mi padre también velé mi miedo, lo contemplé y cuidé de su residencia. Esos fueron los momentos en los que más aprendí de él, de su silencio, de su ausencia eterna. Ahí despedí ese miedo a la muerte, la que me había convertido en una mujer radical en tantas cosas. Después de la muerte de mi padre prolongamos nuestro rumbo por la tierra, medía mi vida con los árboles, escribía palabras que jamás se llevaría el viento, conocí el amor propio y junto a él recorrí muchos lugares que me enamoraron y me forjaron otra etapa de mi historia. Esa que se recupera, salva y vuelve a nace.

Y después de estar aquí, sólo dediquémonos a amar, todo lo que se hace con amor de una u otra manera te traerá grandes aprendizajes. Para mí, es un placer decir que soy una nueva mujer, que soy feliz de llevar apellidos de personas que dieron y dan un paso firme por la tierra, que nací un día que recordaré eternamente, el 11 de la suerte. Ahora lo ratifico y me declaro libre de las ataduras de los errores que me condenaron a la vida de dolor, me amo, me reconozco y vivo para renacer de los nuevos días inciertos.

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