¿Cómo se recupera la esencia de Japón en un mundo violentado por la modernidad? ¿Cómo devolverle la pasión a la existencia misma? Ambas cuestiones dirigieron toda actitud y comportamiento de Yukio Mishima en 1970 hacia la reclamación artística en torno a la política de su país, el extremo accionista de la denuncia. Fue un 25 de noviembre cuando el controversial escritor y activista, en compañía de tres de sus discípulos (entre ellos Masakatsu Morita, el amante de Mishima), entró al despacho del general de las Fuerzas de Defensa –Masuda–, dio un discurso frente al cuerpo armado y ante el abucheo de la concurrencia, decidió quitarse la vida en remembranza de los antiguos medios samurái.
Cuatro meses antes, en julio de 1970, un médium vaticinó a Yukio Mishima una larga vida. Por esas fechas el escritor japonés acudió a un astrólogo del rito Shichūsuimei para escuchar una predicción semejante; en esta ocasión el adivino anunció que sería el próximo ganador del premio Nobel y lo señaló como posible presidente del Japón. Pero, ¿cuál era su propósito verdadero? Uno más profundo y sensible que la fama y el poder: convencer a la sociedad de sus errores, así como cumplir con la liturgia más trágica que conoce la tradición japonesa. El seppuku, un suicidio ritual que, según creía el artista, despertaría de su letargo al viejo Japón.
Probablemente Yukio no preparó del todo su acto como ese accionismo que hoy vemos tan usual en el arte contemporáneo o analizamos con tanto ahínco en el giro paradigmático de los artísticos años 70, pero en esa ejecución que se escabulle de las nociones convencionales del teatro y se entiende como un arte visual que no encuentra otro soporte más que la acción-cuerpo, la decisión final de Mishima bien puede entenderse como el culmen de la obra de este japonés.
Cierto es que entre los japoneses, el desenlace de Mishima carece del romanticismo en que situamos sus medidas los admiradores occidentales. Pese a que su talento es reconocido de forma unánime y se sabe que sin él Murakami no sería hoy absolutamente nada, el escritor es visto como un excéntrico por sus compatriotas.
En un radicalismo exagerado, incluso se considera a Yukio como un demente que se tomó en serio sus propias fantasías. El hecho de que Mishima optara por un camino terrible, escandaloso y una muerte de resonancias épicas que, a su modo de ver, despojaría de su máscara al Japón moderno, no fue un acto bien valorado en su época, sino una postura violenta, incómoda y sin sentido. El gesto del escritor no fue bien aceptado por una sociedad democrática y acomodada, cansada de la guerra y ávida de alcanzar la prosperidad sin tener que volver a los años de conflicto. Por más que Mishima observara con nostalgia el código samurái, las costumbres del Japón feudal eran algo que, en 1970, ya sólo tenía sentido en el cine, los museos y las fantasías de los ultraderechistas partidarios del gran Imperio japonés.
Sin embargo, con nuevas luces y miradas en el arte, hoy podemos admirar su suicidio como una medida artística de hacer política. Tras habérsele considerado por décadas un fanático ultraderechista, podemos estudiar actualmente que su auténtica fuente de inspiración ideológica no fue el fascismo italiano, el nacionalsocialismo –pese a sus simpatías por alguna sociedad germanófila durante su juventud y formación infantil por su padre– o el neoimperialismo asumido por algunos japoneses nostálgicos desde la posguerra; al contrario, las ideas que gobiernan el pensamiento de Yukio procedieron de los tiempos previos al occidentalismo global, cuando la clase guerrera nipona aún seguía el dictado de Confucio: “Conocer aquello que es justo y no hacerlo demuestra la falta de valor”.
De tal manera, el peso y enfoque filosóficos de antaño son la quintaesencia de un hacer literario, performático y de personalidad en Yukio Mishima.
En una mezcla de intelectualismo exacerbado, ficción, realidad y política, Mishima se creó un personaje lleno de enorme pureza y actos que desafiaron la comprensión del público con una lógica trágica e incontestable; una actitud onírica donde la pasión con que se debería vivir idealmente habitaba junto a posibilidades reales de la tragedia. Ante dichos cánones, y dejando un tanto de lado su privilegiada posición como artista bien parecido, con trasfondo estético y formas rituales como sostén, el suicidio que ejecutó Mishima obedeció como una producción artística más en su carrera.
En compañía de tres miembros de su equipo, visitó bajo engaños y triquiñuelas al comandante del campamento Ichigaya –el cuartel general de Tokio del Comando Oriental de las Fuerzas de Autodefensa de Japón–. Una vez adentro, cercó el despacho, ató al comandante a su silla, y con un manifiesto preparado y pancartas que enumeraban sus peticiones, salió al balcón para dirigirse a los soldados reunidos abajo. Su discurso pretendía inspirarlos para un levantamiento y la devolución al Emperador de su legítimo lugar.
Incapaz de hacerse oír, acabó con el discurso tras unos pocos minutos, regresó a la oficina del comandante y llevó a cabo su seppuku (suicidio que acostumbraba al final) y en tono ritual una decapitación, la cual fue asignada a su amante, pero tuvo que finalizar tras varios intentos fallidos a otro de sus discípulos.
En esos límites del performance, donde la política y el arte se conjugan, podemos hallar a Mishimma; un artista prolífico que exploró en la acción misma, además de sus textos, los límites de lo humano y los alcances de la filosofía, la pasión, el dolor, la sociedad o el poder contemporáneos. Para conocer otros rostros de esta disciplina, conoce a las 5 mujeres que han sido agredidas y torturadas en sus performances, además de algunos Performances que harán preguntarte si es el escándalo sexual lo que vende en el arte.