El penúltimo largometraje de Manoel de Oliveira: El extraño caso de Angélica, toma la muerte de una joven y el encargo de su familia a un fotógrafo como punto de partida para investigar la pasión y —como es habitual en el cine del portugués— para poner sobre el escenario unos personajes que, mientras andan, se topan con símbolos y accidentes que sorprenden más al espectador que a los que los viven.
El papel de Isaac, el fotógrafo en cuestión, corre a cargo de un Ricardo Trêpa fascinado por un mundo a punto de desaparecer, del que deja constancia con su cámara. El fenómeno de los labradores que sobreviven en unos tiempos en que las industrias parecen haber fulminado el mundo agrario lo lleva a fotografiar hombres arando. El fanatismo con que sigue sus pasos nos recuerda al de algunos obsesos. Después, en su estudio, cuelga los resultados en el aire y los observa como si la satisfacción de haber inmortalizado algo efímero fuese mayor que la del hecho de fotografiar.
Estos positivos estarán al lado de otros en los que aparece una chica, recostada en un sillón, de cabello rubio, angelical: Angélica. Lo que la familia de la fallecida le había encargado no era otra cosa que retratarla antes de su funeral. Buscar el recuerdo eterno en la fotografía es una costumbre que, junto con la labor de los labradores, nos recuerdan una época que, en manos de Oliveira, se vuelve intemporal.
Nuestra preocupación tampoco será averiguar en qué momento de la historia se encuentran los protagonistas. Desde que Angélica, mientras el fotógrafo la enfoca con su cámara, le sonríe, la sorpresa de este se convertirá en la nuestra. La vida de Isaac dará un vuelco y la pasión que contenía se mezclará con su perplejidad frente una serie de sucesos paranormales. Angélica se convertirá en una imagen que volverá a él una y otra vez, tan insistentemente como los cantos de los labradores. Se desvelará, correrá, gritará. Habrá entrado en un trance que, por lo menos en un principio, le hará vivir con más intensidad de lo que creía posible.
Mientras fuma, reflexiona: «Este encantamiento borra todas las angustias que tengo. ¿Será una locura mía?» Algunas personas de su entorno responderán afirmativamente. Su obsesión por Angélica y los trabajadores de unos viñedos lo apartarán de una realidad desde la que la gente lo mira o bien con preocupación, o bien con hostilidad. Incluso la ama de llaves de la pensión en la que vive, Justina, se mostrará consternada por un comportamiento más cercano a lo extraordinario que a la locura. Y es que Isaac no solo confía en el poder de la fotografía, sino que cree en la espiritualidad del arte; la capacidad que tiene de llegar más allá de lo que se puede explicar con palabras.
Oliveira, casi al final de una larguísima carrera que lo avala como creyente, nos regaló una confesión sobre cómo vivía el arte; de la altura a la que llegaba su sensibilidad como creador. Pero, sobre todo, podríamos pensar que nos hablaba de la fe que lo había llevado a ser un trabajador incansable; así lo recordamos.