Hace unos años hubo un debate muy extendido sobre los motivos por los cuales el miedo cultural aún es una forma de diversión tan válida como lo fue hace tres o cuatro décadas. Y es que el cine de terror sobrevive a pesar de sus momentos más bajos, el cinismo cultural y toda una nueva generación de espectadores educados por Internet y, de alguna forma, insensibilizados ante el miedo. La gran conclusión es que el terror apela a un sentimiento primitivo de fascinación y curiosidad, destinado a prevalecer a pesar de cualquier sofisticación técnica e intelectual. Como si se tratara de una herencia antigua e inclasificable, las películas de terror reflejan nuestra identidad más violenta y a la psicología colectiva. De la misma manera en la que lo hacían las historias alrededor del fuego, el cine de terror apela a una noción de tribu.
El escritor Stephen King suele decir que el terror es un esfuerzo de imaginación “pleno, saludable y también doloroso”. El terror funciona como ejercicio catártico, pero también como elemento simbólico cultural. El escritor insiste en que el miedo es una manifestación fundamental sobre la individualidad, una mirada consecuente y efectiva sobre lo que somos y lo que deseamos ser. “Lo que nos provoca miedo es algo personal, relacionado con lo que deseamos y evade toda explicación”, dijo cuando un periodista le preguntó sobre su concepción de los miedos personales. “Tememos lo que nos refleja y nos construye como individuos”, añadió. Esa percepción sobre la tragedia privada suele ser el trasfondo de su visión sobre el bien y el mal, y ejerce gran influencia en sus historias.
Además de lo anterior, King escribe sobre el terror como una manifestación emocional. Porque para King el miedo no es sólo una reacción —una mezcla confusa entre lo físico y lo emocional—, sino algo más complejo e inquietante. Para el escritor, el terror es una idea sugerida a la que el lector da forma y pone un rostro. De pronto el terror no es sólo imágenes fantásticas, escalofriantes, provocativas, sangrientas o repugnantes; sino que se ha convertido en algo que abarca lo cotidiano y lo natural. Cuando King ganó la medalla de la National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, el crítico Walter Mosley aseguró que King “conoce el miedo, y no sólo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido”.
King utiliza ese temor referencial, esa sensación de vulnerabilidad que nos hace a todos creadores de la verdadera escena de terror: la que ocurre una vez que leemos la última palabra del libro. Es nuestra imaginación ese recinto de luces y sombras se mezcla con las palabras para crear algo más retorcido. Y quizás ese juego entre lo imaginario, lo que se cuenta y lo que no es evidente provoca la sensación de que hay algo más que lo que podemos ver, acechando, provocando temor. En sus palabras, King ataca las emociones, “si apagan las luces y tienen miedo, entonces he ganado”.
En una visión muy semejante está la obra del director Roman Polanski, que basa su propuesta en la percepción del miedo y el horror en lo íntimo y lo atávico. Para Polanski el terror es una aseveración personalísima, el director desmenuzó el terror desde sus piezas constitutivas básicas. ¿Qué nos produce temor? ¿Qué nos provoca la necesidad de asumir la existencia de lo desconocido? En su película El bebé de Rosemary (1969), el autor crea un obra de arte desde lo mínimo al utilizar lo invisible como parte de la obra. Mientras Stephen King muestra y disecciona el horror, Polanski lo analiza como una serie de graduaciones abstractas. Al fin y al cabo, el Polanski artista intenta concebir el miedo como especulaciones de nuestra naturaleza. Una y otra vez, Polanski el director insiste en la posibilidad del miedo indefinido, un miedo que no existe más allá de la mirada de los personajes, oculto en las sutilezas.
En una ocasión, Polanski intentó resumir su interpretación sobre el cine de género en una frase elocuente: “nada es seguro”. Cuando se le preguntó cuál era el elemento predominante en su planteamiento cinematográfico, no intentó disimular esa borrosa percepción sobre la imagen y lo que cuenta. “Yo no quiero que el espectador piense esto o aquello, quiero simplemente que no esté seguro de nada. Esto es lo más interesante: la incertidumbre”. Para Polanski, lo que se asume como real es mucho menos importante que la realidad en sí misma, y es de esa dualidad que surge esa fractura de su cinematografía con el cine tradicional.
Polanski comentó que su escena favorita en cualquiera de sus películas es la última de El bebé de Rosemary. En ella Mia Farrow, temblorosa y confundida, se inclina sobre una cuna oculta a la vista del espectador. En su rostro hay algo inquietante mientras mira la prueba definitiva de su temores: un bebé monstruoso que nunca llegamos a ver. Polanski tomó el final evidente y muy directo de la novela en la cual se basó el filme, y lo transformó en un monumento al miedo. Una insinuación inquietante sobre algo tan espantoso que no llega a mostrarse nunca, pero que el público puede imaginar. Es esa visión personal del posible rostro del bebé monstruoso lo que le brinda un brillante leitmotiv al metraje, una visión tan amplia como desconcertante del miedo que habita en la mente del espectador. Muchos años después, cuando se le preguntó si alguna vez pensó en mostrar al bebé maligno, comentó: “habría destruido por completo la película”. Para Polansky el miedo es un secreto, un código misterioso entre lo que lo produce y la mente que lo construye .
Desde ambas perspectivas, el miedo es una construcción de la memoria que nos une de una manera u otra. No hay explicación única sobre la forma de comprender lo que nos atemoriza. El cine y la literatura avanzan en direcciones distintas, pero también asumen la carga simbólica del terror como una idea que subyace a un nivel profundamente humano. Desde los pesares existencialistas —el terror a los misterios y enigmas—, hasta la comprensión de la mente humana como último bastión del concepto del miedo —paranoias, psicosis y percepciones de la identidad. El reflejo del miedo puede cambiar en cada época para transformarse en algo completamente nuevo.
Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia, o incluso con la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante la que provoca que nadie sepa muy bien a qué teme a pesar de reconocer inmediatamente que sentimos miedo. Oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad.
De manera que ese gusto por las películas de terror tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo. El temor se convierte en emblema y símbolo, un metalenguaje de nuestra visión del mundo. De hecho, es bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación
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