En la primera mitad del siglo XX Europa atravesaba por un par de Guerras Mundiales mientras intentaba, a través de medios más sutiles, volver a colonizar América, lo que desembarcó en las costas del nuevo Continente: la Arquitectura Moderna, un movimiento que comenzó a colarse por la puerta que el Art Nouveau y el Art Decó dejaron abierta. Después se integró de manera formal, funcional y contextual que América combinó sus necesidades, su pasado y su cultura con el “concepto europeo”. Integración más afortunada en unos países que en otros de acuerdo no de sus riquezas culturales, sino de las respuestas de sus arquitectos.
El proceso de asimilación de la Arquitectura Moderna fue en sus inicios una mimesis de aquello que se producía en Europa sin importar la historia, clima o tradición. El mismo edificio servía igual a mexicanos que a franceses. Luego de este primer contacto, los arquitectos latinoamericanos combinaron su pasado y tradición, proyectaron en su país, en sus habitantes, y convirtieron al gentilicio en asunto importante. Los gobiernos impulsaron la construcción exigidos por necesidades de habitación y bien público, entendieron al arquitecto como un servidor social. Aquellos que asimilaron esta idea al pie de la letra, registraron sólo satisfacciones materiales y técnicas, pero quienes la interpretaron según su historia y costumbres son considerados maestros.
El nuevo conquistador cobraba sus primeras víctimas en México: se destruyeron muchos edificios coloniales y se sustituyeron altares barrocos por neoclásicos, al mismo tiempo aparecieron pabellones neoaztecas con escaleras y columnas de moderno hierro, que compartieron espacios con la Tour Eiffel en una de las Exposiciones Universales. De manera paralela, el concepto de ciudad adquirió mayor expansión, aparecieron los barrios residenciales, se construyeron edificios, casas de comercio, escuelas y oficinas, mientras las capitales se llenaban cada vez de más personas.
En Mexico, la Arquitectura Moderna fue en sus inicios austera; durante dos décadas enteras sus arquitectos más influyentes —José Villagrán García, Juan O’Gorman, Legorreta Yáñez y Enrique del Moral— llegaron a considerar la ornamentación como síntoma de pobreza mental, diseñaron cajas blancas sin más elementos estéticos que frescos de Orozco, Rivera y Alfaro Sequeiros. En primer lugar resultó difícil de explicar —o de entender— cómo, al intentar resolver problemas sociales, se pretendió obviar la dimensión de un hombre con tan fuerte carga cultural como el mexicano. Para una arquitectura tradicionalmente decorativa como pocas, despreciar cualquier posición estética fue reducir la función arquitectónica a niveles primarios.
A menudo se usó el término estándar para hablar de la Arquitectura Moderna: “Yo no me meto con la belleza”, decía Legarreta; O’Gorman y Aburto simplificaron la problemática social de la arquitectura a extremos peligrosamente básicos, olvidaron todo aquello que llegara más allá de lo material: “Las llamadas necesidades espirituales son engaño y corrupción, razones subjetivas y no fundamentales…”. Es cierto que urgían soluciones que la economía funcional le podía dar, pero no se debía colocar la palabra “estandarización” y “arquitectura” muy cerca una de otra; y es que los funcionalistas —arquitectos modernos— parecían decididos a olvidar el pasado y convertir a la arquitectura mexicana en un procedimiento de cálculo.
Fue quizás el exceso de deshumanización lo que creó la necesidad de unir modernidad y tradición; fue la arquitectura del campo mexicano la que encontró el punto justo para llenarse de colores, madera y ladrillo. Se interiorizó la condición humana del habitante, pero sin olvidar la monumentalidad y las superficies que recordarían —por su descripción— a un glorioso pasado prehispánico. Rojos, azules y ocres dan el dinamismo “… muy lejano del acero funcionalista”. La historia de la “colonización” tuvo un final afortunado: aparecieron viviendas para el hombre, moldeadas según exigencias contextuales, con acento tradicional, pero con los requerimientos propios de tiempos modernos, de espacios tan simples como los de los maestros europeos; cualquier obra de Luis Barragán puede describirse como en las líneas anteriores. Nativo de Guadalajara y para mayor ironía también ingeniero, decidió ser artista cuando todos querían ser técnicos, y encontró en el proceso una Arquitectura Moderna local diseñada para un mexicano —y no para un francés—. En el resto de Latinoamérica ocurrió algo similar, ya que aparecieron arquitectos que estuvieron a la altura de las circunstancias. Más que maestros, podríamos llamarlos conquistadores, ¿no les parece?
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Te compartimos las razones de cómo la arquitectura está al servicio del poder y puede influenciar nuestra vida.