Las palabras forman constelaciones, crean vínculos, detonan o comienzan revoluciones y también aparecen en fotografías. El hambre es uno de esos vocablos. En 1993, el fotógrafo sudafricano, Kevin Carter, pasó a formar parte de la historia por capturar una imagen emotiva, agresiva y cruda al mismo tiempo. En ella mostró que el hambre, más allá de una definición enciclopédica, es una palabra que muere y mata.El retrato capturó el momento exacto en que el niño moría de hambre, mientras el ave aguardaba la oportunidad de asestar el golpe para saciar su apetito. Carter, que se encontraba a punto de volver a casa, no resistió la fuerza de la imagen y congeló la escena.
Algunos años después, el fotógrafo Fredrik Lerneryd, tampoco resistiría el magnetismo surgido de la pobreza en uno de los mayores suburbios marginales de África y convertiría el hambre de los niños del lugar, en una de las series fotográficas más hermosas de los últimos años.
Se trata de instantes suspendidos en el tiempo por la lente de Lerneryd, gracias a la delicadeza de sus protagonistas: niños y niñas del barrio Kibera, localizado en las entrañas de Nairobi, en Kenia, que hallaron en el baile y la danza una forma de contrarrestar el hambre y la realidad a las que se enfrentan diario, a través de la cadencia y el encanto de una práctica artística que les ha salvado la vida y saciado su corazón: el ballet.
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Todos los días, después de clases, una de las tantas escuelas ubicadas en los más de 200 suburbios, hogar de más de dos millones y medio de personas, se transforma en un centro de enseñanza donde profesores y alumnos se deshacen del inmobiliario escolar para convertir las aulas en un espacio dedicado al arte, en el que la graciosa expresión corporal lo es todo.
Aun cuando el espacio para practicar es reducido, el exbailarín profesional y profesor al mando de las clases, Mike Wamaya, imagina las mejores opciones de clase para que él y sus 30 alumnos sean capaces de bailar y explorar los terrenos de esta disciplina sin el inconveniente de chocar unos contra otros durante los 30 o 40 minutos que dura cada sesión.
“Slum ballet school” es el nombre de esta serie fotográfica. Un proyecto en el que el contraste entre la pobreza y el hambre funcionan como un color más en la paleta de posibilidades, donde los niños y las niñas vestidos de leotardos azules, morados, rosas o azules, son el rostro de una inquietud encauzada a través de la disciplina, la constancia y el trabajo en equipo. Porque la belleza también reside en los pasos de baile.
Pamela tiene 13 años y es de las alumnas más antiguas de la clase pero la pasión que ha mostrado desde sus inicios por el ballet, la ha convertido en una de las promesas de su grupo. Su hambre por sobresalir en lo que ama y soñar sin temor al fracaso, fueron y han sido su único aliciente:
“Cuando era pequeña, veía el ballet en la tele y me gustaban la danza y las puntas. Quise ser bailarina desde entonces…”
Shamik también tiene 13 años y junto a Pamela, es de los estudiantes con mayor experiencia. Gracias a su dedicación es capaz de sustituir a Mike, el profesor a cargo, cuando éste tiene que ausentarse. Sin embargo, una vez a la semana Shamik, Pamela y George, compañero de ellos, toman una clase avanzada en la escuela de ballet de Karen, en Nairobi. Allí, las rutinas son las mismas que su escuela en Kibera, pero el nivel de exigencia es mayor.
En Kenia, el tiempo es un elemento sumamente preciado, por esa razón, cada vez que tienen la oportunidad, Pamela y sus compañeros aprovechan para terminar su tarea y adelantar el trabajo escolar. Han entendido que sólo las buenas notas y los pasos de baile pueden ofrecerles un mejor futuro. Salir de Kibera es uno de sus tantos anhelos.
En un contexto sumido en la necesidad, el correcto cuidado de cada detalle es crucial. El atuendo de las bailarinas es hermoso porque hace que un lugar humilde luzca como el más grande escenario de ballet, cuando los jóvenes se auxilian del baile como un antídoto contra el golpe de la realidad. Para cada uno de ellos, los diamantes y las zapatillas representan lo mismo: la oportunidad de un mundo mejor.
En esta parte del mundo, la tristeza es un motivo para comenzar a bailar. Aquí los niños encaran una realidad honesta hasta que un buen día se olvidan por unos segundos de las fieras que el mundo les depara al otro lado de la puerta; el hambre, la soledad, la miseria. Por eso mientras dura, cuando giran sobre sus pies y extienden sus brazos hasta palpar la música que los envuelve, saben que nada más importa; la esperanza es una pieza de ballet jugando entre sus pies y no piensan darle escapatoria.
La vida es una.
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Las series fotográficas de Fredrik Lerneryd han sido expuestas en diferentes partes del mundo. Sin embargo, él mismo ha declarado que aún le falta mucho por retratar y decir. Si deseas conocer un poco más de su trabajo visita su instragram. Si después de estas imágenes, deseas mirar algunas otras historias congeladas gracias a la magia de la fotografía, lo absurdo es un motivo para que prestes atención.
Referencia:
Huffington Post